Espeluznante -noveno acto-
Intentaba hacer memoria condensando puñado y tres cuartos de recuerdos apelotonados en su cabeza. Trataba de recordar el cómo y el porqué de tan precaria situación mas su sesera permanecía cerrada como una ostra. Tal vez fuese así para evitar daños mayores porque ocasionalmente el olvido es la verdadera medicina. Podría decirse que es como un telar tupido, grueso y pesado estirado hasta dar de sí, separando entre sus hebras nuestra cordura de nuestras pesadillas.
Tampoco recordaba cómo había llegado hasta
allí. Objetivamente desde el día antes no recordaba nada. Confundida y asustada
su pronta biografía, escrita de su puño y letra, hablaba de cierta señorita y
sus peculiares circunstancias personales. De ninguna manera podía tratarse de
ella y muy a pesar de los pesares así era…
Encuclillada en aquel destartalado bote miraba
la vía de agua ubicada en popa. ¿Cómo narices había llegado hasta allí? Lo
único claro dado lo evidente de la cuestión era que a su alrededor todo era océano.
Sola a su suerte, desorientada y sin protección solar. El astro rey no sólo clavaba
la luz en ella sino también en las profundidades marinas. Pero había otra
cuestión, si cabe, más acuciante ¿rondarían tiburones por las cercanías?...
Con manos de alcurnia y manicura perfecta achicaba
agua con diligencia. Ponía los cuatro sentidos en no volcar el puñetero bote
que no cesaba de tambalearse a babor y estribor. Talmente artistas callejeros mañosos
subidos a una tabla que a su vez descansa sobre un cilindro. Sin embargo tanto
sobreesfuerzo no parecía suficiente, arremolinándose bajo sus pies más y más
agua. Aunque el bote no se escorase terminaría hundiéndose, de hecho no
tardaría en hacerlo. Sea como fuere cualquiera de las dos posibilidades auguraba
la misma hecatombe.
Lo comprendió enseguida así que desistió. Los
brazos acalambrados le ardían del puro esfuerzo y mientras los masajeaba oteó
al cielo, evitando mirar al océano ya que éste estaba listo y preparado para
tragarla de una pieza. Pero no pasó porque un estruendo cósmico sacudió las
aguas, quedando instantáneamente cristalizadas como arena sometida a enormes
temperaturas…
Ya no estaba en el bote sino en una corroída jaula
de largos y gruesos barrotes. Frotó los ojos para verificar una y otra vez que
sí, ni barca ni océano. Su corazón latía con tal virulencia que no sería
extraño verlo salir por la boca. Frente a ella un león de tupida melena
enmarañada. Bostezaba el felino mostrando sus incisivos amarillentos y entre
bostezo y bostezo sacaba la lengua, lamiéndose la nariz. Permanecía tumbado,
holgazaneando sin reparos empero sin dejar de observarla con recelo.
El animal se incorporó, empujando por sus tullidos
cuartos traseros. Evidentemente sus tiempos de rey de la selva quedaban muy
atrás. Se fue acercando con alguna que otra dificultad al tiempo que ella,
agarrada a los barrotes, buscaba cómo salir de la jaula. El carnívoro rugió amenazador,
dispuesto a abalanzarse sobre ella porque a fin de cuentas carne es carne y no
importa de dónde venga...
Gritó con tanta fuerza que el animal dudó. De
forma instintiva la mujer cruzó los brazos sobre la cabeza, cerrando tan
prietamente los ojos que a través de los párpados ascendían y descendían multitud
de puntos blancos. Al abrirlos pausadamente ni bote, ni océano, ni jaula, ni león
de melena enmarañada…
Pobre dama prendada de la buena vida, viviendo
a cuenta de los demás. Siempre por encima de todos y todos debajo de sus zapatos
negros de tacón. Ella, perfumada en jazmín y azahar; tarjetas de crédito ilimitadas
y hoteles cinco estrellas. Ella y no otra cualquiera porque no cualquiera otra puede
ser ella...
Yacía desnuda como Dios la trajo al mundo,
golpeada, violada y tirada cuan bolsa de basura en una denostada nave de la
periferia. Rondaban las tres o cuatro de la madrugada. La luna iluminaba áreas cercanas
con sus haces blanquecinos, filtrados a través de las grietas de la techumbre. Sobre
hormigón rajado frío descarnado, éste se le había metido dentro y no podía
sacudírselo. Le dolían las piernas, los brazos y el sangrante bajo vientre. Su
boca seca como alpargatas apenas podía intentar el ejercicio de pedir ayuda. En
derredor piedras de diferentes tamaños; maleza cortante y urticante, agujeros como
cabezas en los bloques del cierre y un gran graffiti en torno al infierno de Dante.
¿De qué clase de alucinaciones era mártir? Y
¿qué clase de ilustración provechosa podría sacar de todo aquello? Las
contestaciones resplandecían por su ausencia y ciertamente ello era el menor de
sus problemas. Lo inmediato resultaba crucial además de nada servía formularse cuestiones
para luego buscar explicaciones a las primeras. Poco a poco los párpados le pesaban
y su cuerpo a duras penas respondía así que optó por cerrar los ojos para
descansar. El gélido aire de antes y el frío hormigón pasaran a la historia
siendo probablemente este detalle el que la hizo despertarse. Alzó los párpados
y sus pupilas enfocaron un páramo desértico. Cactus gigantes desfilaban en inquebrantable
procesión bajo un sol de justicia. Hallábase sobre la vía del tren; amordazada,
maniatada en la caja, percibiendo las vibraciones y el traqueteo inconfundible del
tren acercándose…
El viento arrastraba pequeños matorrales de
aquí para allá, llamando la atención de las lagartijas. Escuchaba el sonido de
la pesada máquina arrastrando sus patas de hierro sobre vías de hierro y
gruesos maderos. La caldera, acertadamente endemoniada, ardía regurgitando a
través de la chimenea columnas de humo negruzco. Ella sentía cada vibración clavándosele
en la espalda, advirtiéndole de su condición mortal. Se le venían encima cielo
y tierra, devorando los kilómetros dispuestos entre ellos ¡a toda máquina!
Pronto el silbato alertó, con tono largo, del
peligro acechador. Antes o después el mismo cielo sería surcado por buitres leonados
y la tierra por hienas manchadas. Chilló pidiendo socorro de cero recorrido; pataleó
como una consumada karateca e inclusive afiló los dientes lista para roer las ataduras.
Mas cualquier síntoma de liberación raudo desertaba sobrecogido por el yugo del
destino. Afortunadamente no debió aguardar al trágico final porque un vasto estruendo,
provocado por el desplome del cielo sobre la tierra, volvió a cambiarlo todo.
Retumbó en miles de kilómetros a la redonda para a la velocidad del fotón
barrer los cuatro puntos cardinales. La mujer recibió de lleno la onda
expansiva, perdiendo el sentido.
Al final del sendero se eleva a duras penas una
mansión de estilo gótico. Centenares de árboles secos lindan a los márgenes de
un camino adornado, aproximadamente cada diez metros, con repelentes efigies tamizadas
en la base por una fina neblina.
Tornó por recuperar la cabeza, asentándose de
a pocos la nueva situación pero quizás hubiese sido mejor no haberlo hecho pues,
sin recordar cómo, estaba atrapada en un lodazal que la engullía sin remisión. ¡Qué
broma tan macabra del sino! Pintaba mal la cosa y aún así escuchaba, en modo súper
oído, los hierbajos mecidos por el viento, el aleteo de los cuervos y su propia
e intransferible agonía. Indescriptible horror, sobre todo al quedársele las
vías respiratorias bloqueadas por aquella pasta nauseabunda.
Entonces la noche entró, ocupando el último
acto. Cerca de bajarse el telón recobró decisivamente sus facultades. La boca
le sabía a lodo y fuertes pinchazos sacudían su cabeza de mujer pintarrajeada.
Enseguida se percató de que estaba echada a un lado de la carretera. El frontal
del coche, empotrado contra un roble centenario, no era más que un completo
amasijo de hierros y chapa esparcidos por la carretera. Roble sin robledal y mujer
de pálida presencia; empoderada en noche de gatas. De nombre rumboso, de oficio
su oficio y autosuficiente para cualquier cosa que no tuviese que ver con la
llave de su vida.
Siempre hay más debajo de lo que se rasca y
este caso concreto no iba a ser la excepción que confirma la regla. Comenzó con
intenso olor a salitre, preludio de lo trascendental. Vino cuan extraña cadena
de sucesos; volvía a repetirse, volvía a comenzar, volvía a no terminar. Litros
incalculables de agua salada se filtraban por el cristal trasero, rajado a
causa del accidente. Quiso moverse empero sus piernas estaban atrapadas entre
los hierros. Presentaba numerosos moratones y cortes en los brazos y en el
pecho no obstante sus extremidades inferiores eran las que peor suerte habían
corrido. La tela del pantalón y la carne bajo ésta habíanse vuelto una masa sanguinolenta
tomada por múltiples cortes y desgarros. Y bajo sus pies un cenagal pantanoso en
miniatura, cubriendo pedales y alfombrillas. Maloliente, espeso y vomitivo se
le agarraba a los tobillos para desde ahí escalar hacia arriba. Fuera del coche
gorjeos de aves huidizas, buitres revoloteando e hienas manchadas olisqueando…
A lo lejos el silbato del tren, se acercaba desde
el otro lado del bosque. Tal vez ya había dejado atrás aquella vieja y derruida
mansión gótica. Las desdichas parecían atesorarse a montones. Exasperada gritó,
gritó y volvió a gritar hasta perder aliento. Giró la cabeza a derecha e
izquierda, a izquierda y derecha. Nadie la escuchaba, posiblemente nadie quisiese
hacerlo, puede que tampoco brindarle ayuda… ¡Cuánto le pesaban los párpados!
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