Espeluznante -segundo acto-
Echó leños a la añeja estufa de hierro y
después se limitó a observar los viejos cristales de las ventanas del refugio,
velados por el prominente aguacero. Había alguna que otra gotera pero en
definitiva no se estaba nada mal allí dentro. Colocó el rifle cerca del catre y
echó un generoso trago de aguardiente.
Melchor no tenía escrúpulos, el único color
que reconocía era el del dinero. Tenía bastantes kilos encima lo cual para su
trabajo distaba de ser ideal. De hecho cada vez le costaba más resistir las
duras jornadas de cacería, lidiando con toda clase de animales salvajes que en
su mayoría eran especies protegidas. Prominente barba descuidada, pelo sucio,
largo e igual de abandonado. Manos estropeadas, nariz aguilucha y mirada
penetrante. Piernas cortas y torcidas, era difícil saber donde empezaban éstas
y donde terminaba su preponderante barriga. Carácter agrio y peores formas, sin
duda una mala bestia a la que nadie echaría de menos.
La lluvia batía con fuerza sobre el
destartalado tejado de maderos. Techumbre remendada hasta la saciedad con
retales de tablas que lucían húmedas y carcomidas. Mientras calentaba las manos
en la estufa escuchó un fuerte golpe cerca de la puerta, sobresaltándolo. Se
incorporó con torpeza y de malas ganas para ir a echar un ojo. Entreabrió la
susodicha, asomó tímidamente la cabeza y al rato salió afuera. La lluvia en
esos momentos caía cruzada así que en cuestión de segundos le propinó el
equivalente a cientos de manguerazos a presión.
Fuera no había nada, al menos nada que le
obligase a permanecer bajo aquel diluvio así que volvió a meterse para adentro.
Pero no diera dos pasos cuando otro impacto, más cercano y fuerte, volvió a
captar su atención. Profirió voces amenazantes; todos los que lo conocían
sabían que la paciencia no era precisamente una de sus virtudes. Hizo hincapié en
su condición de hombre armado y por supuesto dispuesto a apretar el gatillo sin
vacilaciones. Echó más leños al fuego, sin dejar de mirar por el rabillo del
ojo puerta y ventanucos, escudriñando el exterior tanto como le era posible. La
puerta seguía entornada, moviéndose al ritmo del viento que la abría o cerraba caprichosamente.
Los elementos daban la impresión de haberse
conjurado en su contra. El chaparrón caía rabioso, tal cual quisiera limpiar de
un plumazo toda la naturaleza mancillada por aquel furtivo sin escrúpulos. Era
jueves y los jueves Melchor salía a revisar las trampas colocadas días
anteriores. Corría el mes de Febrero y corrían, valga la redundancia, extrañas
historias de seres salvajes, mitad hombres mitad bestias, que devoraban a cualquiera
que tuviese la fatal idea de echar excesivas horas en el bosque.
Al tiempo otro golpe, violento y
desproporcionado. Fue tal la virulencia del mismo que arrastró hacia el
interior dos troncos que formaban parte de la pared trasera del refugio. Melchor
mentó madres y cogió su fusil, apuntando hacia la entrada.
-¡Lárgate maldito hijo de perra, lárgate o
atente a las consecuencias! -vociferó enérgicamente mientras echaba otro trago
de aguardiente. En esos segundos de tensa espera Melchor, con sus sentidos en
alerta máxima, escuchaba tanto el agresivo puntilleo de la lluvia sobre la
techumbre como el crepitar de las llamas devorando la leña. Desde donde estaba se
le hacía complejo ver con nitidez el exterior, de hecho tendría que fiarse más
de su oído que de su vista. No obstante y pasados unos minutos el peligro
parecía haber pasado. Dejó el fusil y respiró hondo, cerrando la puerta de un
puntapié.
No temía a nada conocido, ni siquiera al peso
de la ley. Sus múltiples antecedentes enorgullecían su ego de hombre intocable,
casi siempre saliéndose con la suya. Rebelde sin edad para ello, furtivo de
mediana edad, envejecido antes de tiempo y por encima de cualquier otra cosa cero
remilgos a la hora de hacer lo que deba ser hecho para llenarse bien llenados los
bolsillos.
Tras echar un leño más al fuego uno de los
ventanucos saltó en mil pedazos. Una rama de eucalipto, tumbado por la
agresividad del viento, había entrado al refugio sin invitación. Melchor
habíase tirado a un costado con la agilidad del león marino macho, maldiciendo
su suerte en aquel día de perros. No podía hacer nada, absolutamente nada, por
muy bravo que fuese ni él ni nadie es capaz de igualar, ni de lejos, el poderío
de la naturaleza.
Y de repente los acontecimientos se precipitaron
para su desgracia. Algo rajó la puerta de un zarpazo, de arriba abajo para al
segundo siguiente derribarla como si fuese cartón. Melchor reaccionó relativamente
rápido, echando mano al fusil para disparar sobre aquel fornido ser que tenía
delante. Pudo verlo un instante pero fue suficiente para que su imagen quedase
pegada en su retina. Cuando se disponía a disparar las fauces del engendro
partieron, de certero mordisco, en dos el rifle, arrancándole en el entreacto medio
brazo izquierdo y dos dedos de la mano derecha. Aquella cosa rugía tan poderosa
que maderos y tablas del refugio vibraban como diapasones. La rama del
eucalipto terminó de partirse por el peso, golpeando el piso, rompiendo un par
de tablas para finalmente clavarse en la tierra. Terrible ver el suelo de la
cabaña tiñéndose de rojo rápidamente a la vez que esa misma sangre se iba
diluyendo con la lluvia que entraba incesantemente. La criatura salió
velozmente, sin dejar de aullar.
Sí, lo había visto bien, ojala no hubiese sido
así. Incluso olió su fétido aliento. Era enorme, quizás el tamaño de dos osos
puestos de pie. Su musculatura portentosa se marcaba sobre una tupida piel
velluda color grisácea.
Melchor se desangraba por momentos y no
tardaría en perder la consciencia. No había tiempo que perder así que sacó del
cinturón el cuchillo de caza para introducirlo en la estufa, dejando trabajar
al fuego. Luego quitó el cinturón para improvisar un torniquete, ayudándose de
una pequeña rama para usarla de asidera. Su rostro estaba adquiriendo una
peligrosa tonalidad pálida. Apretó cuanto pudo si bien la sangre continuaba
saliendo. Apretó aún más el torniquete, gritando de dolor; seguidamente vendó con
serias dificultades los muñones de la otra mano, sirviéndose de la boca para
agarrar la sucia tela de la camisa que cumplía funciones de venda. Tirados en
el suelo los dos dedos amputados de mala manera, ensangrentados.
Luego sacó el cuchillo del fuego y tras tomar
dos profundas bocanadas de aire y cuatro tragos de aguardiente cauterizó el
muñón del brazo arrancado, dando varias pasadas. El dolor hacíase insoportable
hasta para alguien rudo como él, tipo duro que no temía a nada vivo ni a nada muerto.
Fueron segundos que parecían no terminar, oliendo su propia carne quemada. A
punto de desmayarse se percató, entre horror y rabia, que aquella bestia
infernal volvía a la cabaña tal vez para rematar el trabajo.
De un salto se le pegó a la cara, abriendo las
fauces para dejarle ver lo hondo y negro de su boca maloliente. Los
amarillentos colmillos tenían lo menos quince centímetros de largo. Pero si
cabe todavía eran más aterradores sus profundos ojos rojos, equipados con dos
pupilas tipo gato.
Gruñía ferozmente, sabedor de su condición de
vencedor. Por la quijada del monstruo resbalaba una repulsiva babilla que caía
sobre el pecho de Melchor. Pero a pesar de su mala cara y de no poder apenas
moverse él también era un luchador nato. Antes de perder la consciencia le
propinó una puñalada con el cuchillo de caza, aún ligeramente incandescente. La
bestia rugió herida, enfureciéndose hasta límites insospechados. Cerró las
fauces sobre el rostro de Melchor y de un tirón le arrancó media cara, huesos
incluidos. Los gritos del furtivo se perdieron dentro de aquel espacio
reducido, ahogados por la lluvia batiendo sobre el tejado y por el viento
atizando duramente el exterior.
Días después el guardabosque daba la voz de
alarma. Cerca de la zona conocida como Los Tres Picos había encontrado un
cadáver mutilado, destrozado y semidevorado por las alimañas. Mas lo chocante era
que esa zona distaba, al menos, cinco kilómetros del refugio de cazadores. Los
profesionales allí congregados quedaban en espera de la jueza para proceder al levantamiento
del cadáver.
Melchor o lo poco que restaba de él yacía con
un pie atrapado en uno de sus cepos. ¿Cómo pudo haber sido tan torpe? Tal vez culpa
del mal tiempo o quizás no había más misterio que la abusiva ingesta de aguardiente,
mermando tanto su sentido de la orientación como sus reflejos. Por ende incapaz
de liberarse de aquella trampa por él mismo colocada y allí mismo murió, en la
soledad del último aliento. Y ya se sabe que la naturaleza no desperdicia nada,
su cuerpo sirvió de sustento a las bestias y de ahí el horrible aspecto que
presentaba. Esa sería, con total seguridad, la versión oficial a su muerte. Por
supuesto nada tenía que ver con lo que realmente había sucedido…
Sin embargo a lo que nadie prestó atención fue
al guardabosque y su extraño proceder. Miraba a lo lejos como si pudiese
atravesar los árboles con la vista para otear mucho más allá. Tras olfatear el
aire cargado de humedad comenzó a caminar hacia el ajado refugio. Parecía tener
alguna pequeña molestia en el costado… quizás por ¿una puñalada? Fuera lo que
fuese no quedaría de ella ni la cicatriz.
De haberse girado hacia los demás éstos habrían
visto sus ojos y sus pupilas. Se estaba volviendo a transformar ¿a qué nuevo
cazador habría olfateado en la vieja cabaña? Otro que terminará sus días en Los
Tres Picos o alrededores…
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