108 puñaladas
El entierro
La tarde a todas
luces desapacible, parecía querer pasar desapercibida entre el altozano del
norte, los árboles del este y el pequeño pueblo al sur, cerca del río Verdugo. Y
qué decir del frío, bañaba aquel interminable día de Enero con la tensa calma
del tiempo entre guerras. Metíase en los huesos como espadas entrando a matar,
sin lastima ni cargo de conciencia.
Y llovía rabiosamente, era verdad que la
mañana arrancara con cuatro gotas mal contadas empero al lento transcurrir de
las horas, sobre todo por la tarde, habíase intensificado hasta convertirse en aguacero.
Aparcados a la entrada del cementerio un puñado de coches y otro puñado de
personas. Paraguas en mano habían dejado atrás, apresuradamente, el sendero de grava
remojada por el aluvión que discurría alegre por la inclinación del terreno.
Don Nicanor, el cura, era un señor de mediana
edad. Orondo, pelo canoso y con dificultades para hacerse entender debido a un
leve ictus sufrido meses atrás. El camposanto a pesar de no ser demasiado
grande contaba con cierto encanto. En aquel remanso de paz la mayoría de tumbas
posaban en tierra mientras que el resto lo hacían en nichos de cuatro bocas por
propiedad.
La caja mortuoria fuera puesta sobre el
andamio, aguardando ser introducida en el nicho correspondiente. Desde el cielo
la lluvia, en caída libre, acariciaba su madera de cerezo lacada mientras en
tierra dos coronas y un improvisado atril batallaban por no salir volando...
El cura pasaba continuamente la lengua por los
labios. A pesar del día de perros tenía la boca seca como una alpargata. Por su
parte el azaroso monaguillo luchaba contra viento y marea por mantener
perfectamente vertical el paraguas, zarandeado por cortas pero intensas rachas
de viento. Tras finalizar las oraciones por el eterno descanso de la difunta pasó
revista, con la mirada, a los presentes. Nadie quiso acercarse al atril para
pronunciar unas últimas palabras. Eran apenas una docena de personas con apenas
otra docena de problemas. Discretamente apremiaron al sacerdote para salir de
allí lo antes posible…
El cura habló, sin detener la marcha, con un
señor vestido de negro riguroso y sombrero estrafalario. Tenía su gélida mano
posada en el hombro de aquel hombre apesadumbrado. Tal vez fuese el esposo de
la difunta o algún familiar cercano. Las palabras del sacerdote parecían
reconfortarlo y es que ya se sabe; todos los ministros de Dios tienen algo de psicólogos.
En el altozano llamaba la atención un personaje
más parecido a una estatua que a un hombre. No quitaba ojo de cuanto sucedía en
el camposanto. Esmirriado, alto y chupado de cara parecía un cromo desteñido bajo
el chaparrón. Plantado allí con cuajo suficiente para soportar lluvia, frío y
viento. Entre sus dedos una navaja automática que destellaba al son de cada
relámpago reflejado en su hoja...
Margarita de Presas, así se llamaba la extinta. Extraordinaria mujer para unos y una perfecta desconocida para otros. A fin de cuentas el rechazo es directamente proporcional a la ignorancia. Poseía conocimientos sobre hierbas, pócimas y brebajes aprendidos de su madre y ésta de la suya. Pero también contaba habilidades más perturbadoras. De hecho los del coro de la iglesia juraban haberla visto hablar con los muertos, aseverando que incluso podía traerlos de vuelta mediante un antiquísimo ritual celta…
Comenzó a levantarse el aluvión. La tumba se
fue apagando por momentos, solitaria como las demás y sin más compañía a partir
de ese mismo día que la eternidad. Un nuevo relámpago surcó el cielo; el viento
agarró una de las coronas y la arrastró de los pelos, llevándose hasta el
portal de la entrada las flores mal sujetas. Los perros comenzaron a aullar…
El asesinato
Heraclio De Vaca era un hombre despreciable
capaz de vender a su madre por una botella de lo que fuese o una raya de
cocaína. Presumía del noble origen de sus antepasados y no le quedaba de otra
pues por sus medios nada de provecho hiciera con su vida. Camello de poca
monta, drogadicto y alcohólico. Sobrevivía trapicheando cerca de las casas
baratas, pisos de protección oficial levantados en el antiguo vertedero, a las
afueras de la ciudad. Violento e inestable, dos atributos de los muchos que
poseía y ninguno bueno. Sin embargo peor que lo anterior el hecho de escuchar en
su cabeza voces que le decían qué hacer y cómo hacerlo...
En su caso los problemas se solucionaban mediante
la intimidación, única llave que conocía capaz de abrir cualquier puerta. No
era especialmente agraciado ni física ni intelectualmente. Pocas luces, mirada
gélida y espoleta retardada. Rara vez cambiaba de ropa con lo cual era normal verlo
con su característica pañoleta pirata en la cabeza, cazadora gastada de cuero
negro, pantalones vaqueros roídos y botas militares.
Aquella noche caminaba por la alameda
esperando algún cliente al que vender su mercancía. La citada alameda estaba
cerca de los pisos de protección oficial, a no más de quince o veinte minutos a
pie.
Las cosas últimamente no le iban bien, bueno
en realidad llevaba tiempo yéndole mal, sin más. Su proveedor lo atosigaba
continuamente ante las escasas ventas, amenazándolo con la puerta o con meterle
un par de tiros. No fueron pocas las veces que tuvo que desaparecer varios días
hasta tranquilizarse las cosas, escondiéndose en una vieja casa ubicada en la
parte alta de la autopista.
Margarita había bajado a la ciudad. No tenía
por costumbre hacerlo mas aquel era un caso especial y sobre todo excelentemente
remunerado. Algún cliente que no deseaba salir esa noche o simplemente no deseaba
ser visto en su compañía. A ella le daba igual, tenía la dirección, parte del
pago por adelantado y el resto al terminar sus servicios.
Heraclio bebía de su único bien material: una
petaca llena de whisky barato. Daba patadas a los guijarros, maldiciendo su
suerte. Otra noche sin vender ni una papelina. El cielo estrellado parecía un
campo gigantesco pintado a capricho por manos omnipresentes. La luna henchía el
alma de buenas vibraciones, acelerando pulso y sangre como si formase parte
indisoluble del sistema circulatorio. Era tan hermosa que uno podría perderse
en ella para desear no ser hallado jamás. De Vaca se mostraba enojado y
evidentemente borracho, enfurecido con el mundo por tratarlo como a un mierda.
Entre trago y trago retornaron las voces llamando a su cabeza con la
insistencia de un vendedor de enciclopedias…
—¡Mátala! ¡Mátala! —parecían decirle—. ¡Mátala! ¡Mátala!
Margarita habíase deslizado a modo de susurro
otoñal. Sus ágiles pies en ningún momento parecían tocar las sucias baldosas de
la acera. Heraclio intentaba aguantar la vertical, escudriñando la noche a la
cual veía por triplicado. La misma también olía a alcohol barato. Respiró,
arqueó una ceja, escupió y echó a andar tras aquella desconocida...
A De Vaca se le hincharon las pelotas,
perdiendo el control de la situación… bueno digamos que nunca tuvo control de
nada en su miserable vida. Pero las voces seguían ahí, martilleándole la sesera
de tal forma que tuvo que darles acomodo.
Adelantó un pie, aguantando el equilibrio. La
miró bravucón; volvió a escupir y cogiendo inercia le clavó la navaja en el
estómago. Entró hasta la empuñadura. Margarita notaba en su interior el frío
acero contrastando con el calor de sus entrañas. Fueron dos segundos pero bien
pudieron haber sido dos siglos de punzante dolor. El abyecto acto fuera
consumado con nocturnidad y alevosía…
Heraclio retorció el arma antes de sacarla, buscando hacer el mayor daño posible. Estaba completamente ensangrentada y aún así Margarita esbozaba esa sonrisa trémula cuan niña abriendo regalos la noche de Reyes. Con aquellos profundos ojos negros clavaba sus pupilas en la espesa negrura de la bóveda celeste y en la claridad venidera del mar. Bailó sin pareja ritmos herejes, girando alrededor del reflejo de la luna sobre una minúscula poza consumida por la desesperanza.
Aquello era inaudito. Gruesas gotas de sangre
pintaban las baldosas como borrones de tinta lo harían sobre inmaculados papeles.
Con sentido o sin él allí seguía tan singular dama de armas tomar: indiferente,
indolora, incorpórea y amoral. Danzando, gimoteando empero al mismo tiempo
sonriendo como si su locura fuese todavía peor que la De Vaca.
Volvió a apuñalarla, repetidas veces. Margarita
terminó desplomándose tal cual fuese un castillo de arena atizado por temporales
desangelados. Cegado por las voces y desposeído de cualquier piedad o cordura
continuó... Dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y así hasta
ciento ocho puñaladas.
Exhausto cayó al suelo y con él su mortal navaja.
Aquel cuerpo había quedado irreconocible, una masa sanguinolenta que causaba
terror mirar.
La reservada señora de la noche había muerto incluso
antes de golpearse contra el suelo. Honores de caída para ella, reconfortada
con millones de aullidos y una antigua canción en la gramola. Fue así bajo la
buena muerte; buscando aquello que no se debe buscar. Disposición alineada de
estrellas apagándose ¡oh! Profundas y pétreas pupilas que lloráis sangre…
La venganza
De Vaca sabía lo que había hecho aunque tenía
problemas para acordarse de ciertos detalles. Las voces guardaban silencio por
el momento. No sentía remordimientos ¿de qué podían servirle? Los malnacidos
están mejor muertos. Uno no debe darle vueltas. Además ¡qué carajo! Las
personas son útiles según el aprovechamiento que se les pueda sacar y a aquella
mala puta no le había podido quitar ni el nombre...
Huyera de la ciudad por la puerta trasera y a
toda prisa. De nuevo escondido en su destartalado reino, herencia de sus defenestrados
padres. Se alzaba en la parte alta de la autopista, rodeado por lo que quedaba
de monte. El susodicho tomaba la parte elevada del terreno con su
característica forma en arco. Algunos pequeños árboles diseminados y torcidos conformaban
los últimos vestigios de lo que un día fuera el pulmón de la ciudad.
Habíase abrigado en aquel santuario carente de
salubridad para ocultarse no de sus actos sino de la consecuencia de éstos.
Probablemente la policía no tardaría en dar con él. Debía pensar y hacerlo
rápido o volvería a prisión y esta vez para pasar una larga temporada entre
rejas.
Indudablemente De Vaca había tocado fondo. De algo
así sólo podría salir con bien largándose del país. Tal vez su tío pudiese
echarle una mano. Miró en derredor, reconociendo cada centímetro cuadrado
dentro del caos representado por aquel vertedero. El paso de las décadas dieran
buena cuenta de la estructura. Las ventanas constituían un improvisado punto de
agarre para pequeños arbustos e hierbajos altos. La mayoría de las paredes se abrían
a los lados, agarradas por gruesas hiedras y plantas silvestres que a modo de abanicos
tupían los boquetes. Carecía de tejado salvo por una porción del mismo encima
de las vigas podridas de la cocina. Allí el suelo rebosaba trozos de azulejos y
fuerte olor a orines. El hueco de la ventana sellado por zarzamoras y contra la
pared de ladrillo desvencijado los restos de la chimenea.
Tenía el cristal sucio así que escupió sobre
él para limpiarlo con la manga de su cazadora gastada de cuero negro. Pintado
al óleo una mujer de espaldas permanecía al borde de un prominente acantilado. Pelo
largo, negro como el carbón, vistiendo de pies a cabeza de negro riguroso. Al
fondo mar en calma, a su izquierda un cerezo seco y a su derecha una pequeña
hoguera ¡ardiendo! Sus pies apoyaban sobre finísimos clavos oxidados. Tres
gaviotas como tres manchones surcaban el cielo…
En la
autopista dos conductores picados se adelantaban constantemente, llevando máquinas
e irresponsabilidad al límite. Tan pronto desaparecieron dentro del túnel los
acontecimientos ceñidos en torno a De Vaca se precipitaron desde lo alto del
trampolín, cayendo sobre un pocillo lleno de desesperación.
La mujer del cuadro giró en redondo la cabeza,
sin partirse el cuello. Miraba a Heraclio con su par de inquietos ojos negros,
gesto serio y rostro insondable. Él, sorprendido primero y desconcertado después
cayó de espaldas al intentar retroceder. Aquella dama de negro; negra como la
profundidad misma del cosmos echó a andar hasta el cristal del cuadro. Poniendo
sus manos sobre él hizo fuerza hasta quebrarlo, saltando en añicos. Luego extendió
los brazos, moviéndolos en paralelo como si fuesen de goma, primero uno y luego
el otro. Agarrando con las manos el marco empujó hasta sacar la cabeza. Seguidamente
medio cuerpo, una pierna, la otra… Ya la tenía de pie frente a él…
De Vaca intentaba levantarse. Estaba tan acongojado que sus pies resbalaban cuan par de gastados zapatos bailando claque sobre baldosas recién enceradas. Mas un animal asustado puede ser, si cabe, más peligroso. Instintivamente echó mano al bolsillo para sacar la navaja automática pero no dio con ella. Maldita estampa y maldito sino. ¿Dónde demonios habría dejado su prolongación fálica?...
Mansamente la sujeta mujeril se aproximó al navajero,
transmitiéndole tranquilidad a través de una fugaz e indócil sonrisa. La última
para él ¡qué detallazo! Puso las palmas de sus manos en las sienes de Heraclio,
hablándole al oído en estos términos mientras le quitaba la pañoleta pirata de
la cabeza:
—Me llamo Margarita de Presas y ¡tú me mataste!—. Lo espetó fríamente, enseñando sus amenazantes dientes que entraban y salían de las encías como si de una guillotina a escala se tratase—. Mas no puedes matar aquello que lleva muerto desde los albores del hombre…
De Vaca notó la orina discurriéndole por las
perneras. Aún así le mantenía la mirada, desafiante, procurando ocultar su
propio pavor. Ella lo besó superficialmente. Después varios fogonazos retumbaron
por los cuatro puntos cardinales. El viento acicaló los cabellos de las nubes al
tiempo que don relámpago abrió una ventana al cielo, sacudiendo la ropa tendida
sobre cumbres montañosas desnudas de verdor. Entretanto la lluvia comenzó a descolgarse…
Con un chasquido de dedos la tarde tornara desapacible. Pretendía esconderse entre el altozano del norte, los árboles del este y el pequeño pueblo al sur, cerca del río Verdugo. El frío tampoco daba tregua. Aquel interminable día de Enero se ensartaba en los huesos para deshojar actos criminales impagados, aguzado como cuchillos que marcan la carne antes de cortarla.
Golpes secos y gritos desesperados alternaban dentro
del ataúd de cerezo lacado. Interior lujoso y acolchado, como debe ser. El último
lugar de descanso para el impresentable de De Vaca. El oriundo cura y el
monaguillo habíanse ido apremiados, igualmente los pocos presentes al entierro
de la enigmática Margarita de Presas…
En el altozano una mujer observaba con
determinación la ceremonia, impasible a la inclemencia del temporal. El señor
de negro riguroso y estrafalario sombrero se desvió, caminando para allá.
Juntos bajaron por el otro lado hasta quedar ocultos tras la arboleda. Dos grandes
perros los aguardaban impacientes dentro de un amplio y lujoso vehículo…
El enterrador y su ayudante concluyeron su
trabajo. Llovía a cantaros; otro relámpago desvistió el cielo para vestir la
tierra. Dentro de la caja continuaba el retén de golpes, clamores y alaridos de
Heraclio, enterrado vivo. Las voces de su sesera guardaban silencio sepulcral, habíanlo
abandonado al igual que su navaja automática. Ciento ocho puñaladas tenían la culpa.

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