El lago
La casona
familiar sigue estando enclavada en un paraje de ensueño. Árboles frondosos,
fauna espectacular, cielo siempre azul y sobre todo el gran lago. Su extensión y
caudal son considerables a pesar de las sequías que han asolado la región en
los últimos años. No menos destacable lo profundo del mismo; de hecho dicen que
a partir de los diez metros de inmersión la visibilidad mengua exponencialmente.
Sin duda aquello es territorio de peces y no de personas.
Cuando
joven Fidel gustaba de bajar a pulmón. Se sentía liberado flotando ingrávido, salvado
del mundanal ajetreo de la superficie. No existía nada comparable, desde luego
que no. Cada chapuzón redundaba en volver a la pila bautismal, sintiéndose más
vivo, más vital y más renovado que nunca.
Había
enviudado recientemente. Inquietante tragedia porque Amelie, su esposa, habíase
suicidado en el lago. Problemas mentales según los expertos y factores alejados
de la mano de Dios según los lugareños. No obstante tan aciago infortunio no se
había detenido ahí. La única hija del matrimonio, Carol, también falleciera. Velocidad,
conjura de elementos, niebla al despuntar el alba, frenazos desesperados y fin
a una vida al ralentí.
Quizás
tales avatares forjaran el hombre que fue. Hombre amargado y apagado sin más
alicientes que la pesca. Haber tenido una niña en lugar de un varón no ayudó lo
más mínimo. ¿A quién enseñaría el noble arte de la pesca? No era igual cargar
en la barca a un hombrecito hecho y derecho que a una mujercita preocupada más
en no manchar el vestido o los zapatos. Lo tenía asumido, la larga tradición
familiar quedaba abocada al cajón de los trastos inútiles. Esto alcanzaba
tintes dramáticos, verdaderamente dramáticos. Pescar no sólo era pescar sino
una forma de concebir la vida. Para completar el círculo de despropósitos habíase
quedado sin herederos… ¿a quién dejaría el fruto de una vida de sacrificios?
La morada
familiar había conocido tiempos mejores, indudablemente, empero aún así
conserva en la actualidad innegable atractivo. Ello a pesar del abandono
prolongado por culpa de las leyendas oscuras ceñidas sobre ella. Fuera
levantada por su bisabuelo durante la primavera, verano y parte del otoño de
hacía muchos lustros. El negocio familiar el aserradero, ubicado en el Alto del
Cóndor. Allí el trajín de personas y material eran incesantes durante la
temporada estival. Abandonado en la actualidad.
Con los
años y sobre todo duro trabajo el negocio fue prosperando. Ello le permitió a
su abuelo expandir el capital, comprando tierras por la zona y ampliar la
vivienda. Con su buen hacer la familia terminó forjándose una reputación en la
comunidad. La mentada casona cuenta con varias hectáreas de bosque, un viejo
taller, recinto para animales y, a pie del lago, los restos del embarcadero. En
otros tiempos allí mismo amarraban la barca. Recuerdos indisolubles, fines de
semana pescando con su padre sin más conversación que el trinar de los pájaros...
Corría
una mañana de domingo y allí estaba Fidel, con cara de pocos amigos y su único
amigo, Toby, un pastor alemán de ocho años que parecía ser el único capaz de aceptarlo.
Ambos se hallaban en el bote, pescando como tantas veces. Mientras Fidel tiraba
la caña Toby perdía los sentidos ladrando a cuanto pájaro cruzaba de orilla a orilla.
Le gustaba internarse en aquellas aguas mansas, conocía el majestuoso lago como
la palma de su mano y por ello sabía donde ponerse para trincar los mejores
ejemplares.
Mientras
esperaba, pacientemente, sufría eventuales episodios de nostalgia. Iban y
venían como el suave balanceo del bote. Daría un riñón y parte del otro por
estar allí con un hijo varón; vástago pasmado ante la sapiencia paternal. Lo imaginaba
sin problemas. Le enseñaría hasta el más pequeño truco e incluso ¿por qué no?
contaría, jocosamente, mentirijillas en torno al tamaño del pez capturado.
Para
aquel hombre afligido por el destino todo lo que tenía se lo había ganado a
pulso. Era como su abuelo y bisabuelo; hombres hechos a sí mismos. Por esa
regla tenía derecho, de vez en cuando, a poner a parir a Dios. Hombre contra
bestia, aunque la bestia fuese un inofensivo pescado…
Fidel
acariciaba la caña, cada milímetro parecía contar una historia y con toda
seguridad así era. No era la más profesional pero sí de sus cuatro favoritas.
Toby, en proa, continuaba su particular lucha contra las aves, ladrando a las bandadas.
Tanto pasaban a ras del agua como por encima de las copas de los árboles.
Llevaban
lo menos una hora allí y al menos dos veces moviera el bote de lugar. No
prometía gran cosa la mañana; sin embargo, quedaba domingo por delante y Fidel
no tenía nada mejor que hacer… Toby aún menos.
Sobre
las mansas aguas otras barcas hacían lo propio, con más o menos fortuna,
desatando el malhumor de Fidel. Aquellos patanes no tenían ni idea de pesca,
estaban allí por estar; echando plásticos al lago y asustando a los peces con aquellas
radios a todo volumen.
Así
avanzó la mañana. De a pocos las barcazas se iban retirando ya que se acercaba
la hora de comer. Una tras otra enfilaron sus proas hacia el embarcadero
público, ubicado en la otra punta del lago. No era el fin de la jornada sino un
alto en el camino. Fidel se dispuso a hacer lo propio cuando la caña se agitó y
el sedal se tensó. Algo había picado…
Sabía
mantener la calma pues eran muchos años luchando a brazo partido contra la
naturaleza. Hombre contra bestia. Tanto en el bosque cortando árboles como allí
mismo en el lago, partiéndose el alma por sacar el pez más grande. Agarró con
energía la caña de acción rápida, manteniendo cierta tensión en la línea.
El
bicho que se ocultaba bajo la gruesa capa de agua debía pesar quintal y algo
más. Incluso la caña doblaba peligrosamente, pudiendo partirse en cualquier
momento. Algo así sólo podría definirse como tragedia y de las gordas pues
jamás le había sucedido. No obstante Fidel acumulaba mucha experiencia; sabía
lo que se hacía y cómo hacerlo. Aquel pez no se rendiría empero él tampoco.
Nuevamente hombre contra bestia…
Pero
algo no iba bien. A medida que recogía sedal Toby ladraba más intensamente,
pero no a los pájaros sino al agua. Las patas delanteras colgaban del bote,
permitiéndole inclinar la cabeza fuera del susodicho. Era como si sus ojos tuviesen
la propiedad de otear las profundidades. Fidel estaba tan atareado en lo suyo
que no prestó demasiada atención a la extraña reacción del can.
A tenor
de su lucha, resistencia y tenacidad aquel pez tenía que ser un ejemplar colosal,
de esos que terminan colgados sobre la chimenea para presumir ante otros
pescadores. Nada más lejos de la realidad porque lo que subía, enganchado al
anzuelo, no tenía nada de acuático ni de este mundo terrenal…
Se trataba del cuerpo de una mujer de cierta
edad, ataviada con un antiguo camisón gris. Su pelo canoso se recogía
hábilmente en un moño cruzado por dos largas agujas de madera. Las mejillas de Fidel
empalidecieron, Toby se partía el alma ladrando al cuerpo inerte que flotaba a dos
palmos del bote.
Alargó
los brazos para deshacerse del anzuelo y después intentó, hasta en cinco
ocasiones, subir el cuerpo. Pesaba como un muerto (nunca mejor dicho). El perro
se hizo a un lado, repentinamente acobardado, agazapándose en proa.
La barca
se escoraba hacia estribor por el peso de los cuerpos. Entre intento e intento Toby
terminó en el agua, chapoteando graciosamente. Fidel se apresuró a subir el
cadáver, hinchado como una pelota. Después echo mano al can para subirlo
también.
No
quedaban barcazas en la zona y por lo tanto nadie que pudiese socorrerlo. Cada
hijo de vecino habíase ido a comer; eso sí que lo hacían bien aquellos malditos
bastardos. Colocó los remos en las guías
y bogó hacia el embarcadero de su propiedad. Toby, tras sacudirse el agua,
volvió a sus trece, ladrando como un descosido. Alargaba el cuerpo tanto como
podía para morder las piernas del cuerpo inerte. Sin embargo la autoritaria voz
de Fidel frenaba cada intentona del cánido.
Ya atracados
Toby salió escopeteado, internándose en el bosque. Pronto quedó fuera de la
vista del dueño. Fidel jamás había observado reacción así en su fiel compañero.
Sea como fuere tenía cosas más serias a las que prestar atención. A trompicones
sacó el cuerpo de la barca y lo dejó sobre la pasarela de madera. Allí pudo
darle la vuelta e ipso facto quedó descompuesto, saliéndose el corazón por la
boca. Impresionado se desmayó…
Volvió
en sí lentamente, como lentamente bajaban los camiones cargados de troncos para
el aserradero. En ese impás soñó eventos inquietantes, perturbadores. Tal vez a
eso quedaba resumido todo… una vulgar pesadilla de tres al cuarto. Al menos
hasta que terminó de recobrar el sentido y vio el cadáver dónde lo había
dejado, volteado.
¡¡Era su esposa!! Tan imposible como licuar aire
entre las manos. No obstante allí estaba. A duras penas podía asimilar algo así
¿cómo era posible? Su esposa estaba enterrada, él mismo depositaba flores en su
tumba cada dos domingos.
Sus
ojos no podían apartarse de aquella visión dejada en el suelo, esturreada de
mala manera. ¿Qué retorcida mente lo castigaba de forma tan cruel? Preguntas,
muchas hubo a lo largo de su vida. Algunas con respuestas tardías y para el
resto bien quisiera haber tenido aunque fuese solo una. Sin dejar de buscarlas,
dentro de su sesera, cargó con el cuerpo hasta el caserón. Ante tal herejía,
pues otra dilucidación no podía haber, los árboles semejaron darse la vuelta y
los pájaros volar del revés. Ni unos ni otros deseaban participar de tan
dantesco espectáculo.
La
dejó sobre la cama y sobre la cama cayó él, exhausto. Después de recuperar energía
comenzó a limpiarla. La habitación se teñía de olor desagradable; el mismo que
había catado en el lago, en el embarcadero y el mismo que se levanta cuando hay
un cadáver en descomposición. Tras desnudarla se evidenció el deplorable estado
físico. En lo que tardó en ponerle su camisón favorito Fidel se vio forzado a hacer
verdaderas filigranas para no vomitar la primera papilla…
Por
su cabeza pasaron imágenes de otrora, pulsos fugaces atados con cuerdas;
cuerdas de recuerdos sin retorno, esencia de momentos, pósters en la pared
difuminados al tiempo y entonces… ¡¡ella abrió los ojos!!
Fidel
se tiró para atrás, sobrecogido y horripilado. ¿Rigor mortis? ¡No! Los movía y
los tenía clavados en él, mirándolo fijamente. Pero no se detuvo ahí la cosa ya
que con voz afónica espetó:
—Hola
Fidel… soy yo y he vuelto.
El
susodicho no articuló palabra alguna. Tragó saliva e imaginó un martillo
gigante aplastándolo contra el suelo. Tocaba buscar los trozos de sí mismo para
volver a recomponerlos. Mientras lo hacía Toby entró como un rayo en la
estancia. Enseñaba los colmillos, erizando la pelambrera del lomo tal cual
hubiese visto al demonio. Sus ladridos reverberaban allí dentro con la potencia
de diez piezas de artillería abriendo fuego dentro de una caja de cerillas.
No
tardó en volver a salir escopeteado con el rabo entre las piernas. Fidel no
paraba de darle vueltas a la sesera, ésta hervía. ¿Cabal? De serlo ¿qué
explicación tenía aquella chifladura? Su padre contaba historias al calor de la
chimenea, historias que a su vez venían del abuelo, mucho antes del bisabuelo y
así hasta profundizar en lo perdido del linaje.
Lo
cierto era que el día empeoraba por momentos. El cielo tapizaba sus mofletes con
gruesas capas de nubes, anunciando lluvias para las venideras horas. Entretanto
dentro de cuatro paredes cargadas de historia continuaba Amelie, recién llegada
del mundo de los muertos…
Su
decrépito cuerpo yacía acostado sobre la colcha húmeda y sucia, recién lavado y
cambiado. De primeras se limitaba a abrir y cerrar los ojos como quien enciende
y apaga una linterna. De segundas divagaba, soltando frases sin demasiada conexión
entre ellas. Fidel creyó entender y reconocer como propias vivencias del
pasado. Quizás no fuese consciente de su fallecimiento ni tampoco que por
dentro se deshacía como el papel mojado.
—Hola
esposo mío, soy yo, he vuelto —volvió a decir— ¿dónde está nuestra hija?
Fidel
no quería escucharla, no podía hacerlo ni mucho menos ahondar en el ayer.
Demasiadas carreteras llevaban al infierno y ninguna permitía regresar. Podría
ser consecuencia de la misma desesperanza, amamantada al amparo de la soledad pero
podía no tener nada que ver. Necesitaba salir, respirar y rumiar antes de
tragar. Bajó las escaleras difuso entre mil cábalas. Salió al exterior y enfiló
el bosque.
El
firmamento se oscurecía progresivamente, presagio de lluvia segura. Respiró
hondo y aún así no le llegaba suficiente aire a los pulmones. Pateaba sus
tierras envuelto en dudas, luchando por entender el significado de la obra de
Dios.
Alcanzó
el eucalipto más lustroso de su propiedad, aquel que nunca mandó cortar y que moldeado
por las estaciones habían hecho de él el gigante que era. Allí mismo diera el
primer beso a la que sería su esposa. Recorrió el perímetro añorando tiempos
pasados, divagando hasta que vio algo que le heló la sangre…
Toby
estaba tirado en el suelo, destripado, ensangrentado, con el cráneo machacado y
cubierto de mala manera por puñados aleatorios de tierra. En la zona no había
osos ni nada parecido, tampoco estaban en temporada de caza y menos aún algún
desgraciado haciéndolo en sus lindes. No, no era nada de eso. Maldiciendo
recogió al animal y cabizbajo deshizo el camino. Enterrarlo era inexcusable pues
Toby era mucho más que un perro; era su único amigo, fiel hasta el final. De
regreso, cargado con el animal en brazos sintió el peso del mundo sobre sus
hombros, asfixiándolo.
Comenzó
a cavar. En una de las ventanas superiores se asomó su esposa, contemplativa.
Cavaba
con celeridad a pesar del agotamiento que experimentaba en cada fibra muscular.
Nada contenía orden dentro de aquel trozo de paraíso que rodaba sobre
engranajes de caucho. ¿Debería dar aviso a la policía? ¿Contarlo todo? Ya pero
¿contar qué? No sería agradable ver rostros compasivos ni recibir golpecitos en
la espalda como si él no fuese más que otro chiflado contando aventuras de
chiflados...
Por
consiguiente parecía comparativamente más acertado continuar alargando el punto
hasta ponerle punto y final; fuese cual fuese. Al terminar de enterrar a su
peludo amigo Fidel secó las lágrimas, manchándose la cara. Hombre contra
bestia… lo echaría de menos. Pocas veces había llorado y la ocasión lo merecía.
Amelie
habíase retirado de la ventana, asintiendo maliciosamente. Él no quiso verlo o puede
que no deseara razonar sobre su significado. Sacudió por encima la ropa, limpió
el rostro y las botas contra unos hierbajos. Seguidamente se encaminó al
taller, allí terminaría de hacer lo propio con el pico, pala y azada. Sin
embargo a medio camino un estruendo llamó su atención…
¡El
embarcadero estaba en llamas! Éstas devoraban los tablones con ansia viva,
llevando al rojo vivo cada clavo. Fuego sobre el agua del gran lago, ni las
pesadillas podían ser más reales. Fidel tiró las herramientas y corrió hacia
allá tan rápido como sus piernas le permitieron. La violencia del incendio fue
tal que consumió la estructura en cuestión de minutos.
Arriba,
Amelie reincidía en su sonrisa maquiavélica. Con el dedo índice pegado al
cristal dibujaba extraños símbolos, imperceptibles desde la posición de su
marido. La retornada de entre los muertos semejaba alborotarse como si la
histeria hubiese tomado su cuerpo pútrido. Entretanto la tierra perfectamente
compactada que cubría la tumba de Toby había comenzado a vibrar…
Aquel
engendro hinchado y maloliente no podía ser su esposa. No podía ser persona, no
podía ser nada, ni siquiera un hecho. Apesadumbrado pero rabioso supo que debía
hacer algo. Ciertamente nadie vendría en
su auxilio y lo más espinoso (se viera por dónde se viera) ¿cómo se mata a aquello
que ya está muerto? Quizás la respuesta estuviese en el propio lago. Allí la
encontró y tal vez allí debiera volver. Era tan obvio que podría funcionar.
Entonces
cayó en la cuenta de un segundo bote, más pequeño, ubicado en el taller. ¿Cómo
no se le había ocurrido antes? Podría usarlo para huir ¿huir a qué lugar? Probablemente
a dónde fuese aquella cosa lo acompañaría. Huir no parecía la opción más
sensata. Volvió a la realidad cuando una mano gélida y resbaladiza posó en su
hombro. ¡Era Amelie!
—Cariño,
quiero salir a pasear en barca —dijo con voz ahogada. Tal vez fuese la ocasión perfecta
para deshacerse de ella, tirándola al lago.
—Por
supuesto mi amor —replicó, procurando disimular tanto su acongoja como sus
planes.
Amelie
le tomó la mano y fueron hacia lo que quedaba del embarcadero, algunos restos
humeaban lánguidamente. Y fue así hasta que comenzó a llover; primero suave pero
luego con notable virulencia. Amelie tiraba (o más bien arrastraba) de la mano
de su esposo mientras que éste hacía lo propio en dirección contraria.
Repentinamente un relámpago surcó el cielo y quedó congelado, como retratado a
perpetuidad en un fotograma. Alcanzó a tocar el agua del lago…
Fidel
estaba aterrado, no daba crédito y aún menos cuando desde las alturas y
caminando sobre el rayo bajaba otro cuerpo femenino. A primera vista parecía
joven, mucho más que Amelie. Su cuerpo también se mostraba hinchado y
estropeado, vestido con un grueso camisón de color blanco. Descendía sobre
aquel rayo como si fuese una escalera que, partiendo del cielo, bajaba al lago.
Fidel logró soltarse de Amelie y comenzó a frotarse estupefacto los ojos. Aquel
ente descendió hasta posarse sobre las aguas para sin pérdida de tiempo
dirigirse hacia ellos. Entonces la vio como se ven las luciérnagas de noche y
la reconoció como se reconoce a un amigo…
¡¡Era Carol!! Su hija fallecida en accidente
de tráfico. El relámpago “escalera” ya no estaba; desapareciera y con él la
cordura de Fidel.
Era
más de lo que podía soportar, perdió el conocimiento, cayendo sobre una poza de
barro. No pudo verlo, tampoco sentirlo, ni de lejos presentirlo no obstante aquel
par de tétricas figuras habíanse dispuesto a su vera, una a cada lado. Lo ojeaban
torvamente, vocingleando entre ellas. Las fantasmales féminas querían devorarlo
o bien transportarlo a mundos infinitos donde el dolor jamás termina.
No
fue hasta la noche cuando volvió en sí. Estaba enfangado y calado hasta los
huesos. Tosió un par de veces antes de ubicarse; miró alrededor, los restos del
embarcadero no eran sino una cementosa mezcolanza de agua y ceniza. Se
incorporó trabajosamente y lo primero que hizo fue estirar la musculatura,
agarrotada como una bisagra oxidada.
El
caserón dejaba entrever algunas luces encendidas. Ello le hizo pensar fugazmente
en aquella popular frase que reza “hogar dulce hogar”. Sí, miel en los labios, fenomenal
no obstante poner pie allá adentro era más hiel que miel. ¿Qué habría en el
interior? O peor aún ¿quiénes estarían esperándolo? Las respuestas caían por su
propia lógica…
Corrió
en dirección al taller, esquivando árboles caídos y pozas de barro. Los
relámpagos alumbraban sus zancadas, abriéndole ruta de escape. A situaciones
desesperadas medidas desesperadas. Llevaría el segundo bote hasta el lago para
intentar alcanzar la orilla del lado opuesto. La maniobra no sería fácil ante
lo complicado del tiempo pero no había de otra.
Tuvo miedo e incertezas. Desconocía qué
podría sobrevenirle después sin embargo ¿importaba en ese momento? Otro rayo
alumbró la formidable casona, dando en la diana pues dejó ver a Amelie y Carol
difuminadas tras el cristal de una ventana. Lo observaban serias e impertérritas.
No
volvió a mirar. Apuró aún más si cabe el paso, trastabillándose por culpa de
raíces o alguna inoportuna piedra. Tosió intensamente antes y después de entrar
al taller. Prendió la luz sin dejar de retumbarle los oídos ante el estruendo
del exterior. Los elementos parecían haberse conjurado contra el mundo.
Quitó
los calzos al pequeño bote y lo sacó sin demasiadas penurias. Lo fue guiando
cuesta abajo. Prácticamente iba solo dada la inclinación y humedad del terreno.
Evitó dirigirse al embarcadero por considerarlo una opción demasiado evidente.
En vez de eso se deslizó hasta el corrimiento de tierras acontecido a pocos
metros del taller. La zona estaba tupida por los arbustos que aguantaron el
desastre. Desde allí podría lanzar el bote al agua y bajar agarrándose a las
raíces desnudas.
De
forma torpe y apresurada pasó del dicho al hecho. Estaba sucio y empapado, por
no mencionar el corte en una pierna. Tiró de la barca con todas sus fuerzas para
desencallarla del lodazal en el que se había convertido la zona del
desprendimiento. A seguir subió al bote. Llovía tan intensamente que el mismo comenzaba
a inundarse. ¡Bah! Minucias; encajó los remos y comenzó a bogar como si el
diablo le fuese detrás...
La
pequeña chalana se agitaba azarosamente. Otro relámpago encendió la fogata
anidada dentro de las pupilas de Fidel y contempló, sin dejar de remar, como un
par de gigantescos árboles se desplomaban sobre el lago.
Aquella
diminuta embarcación crujía de forma alarmante. Ascendía para descender y
descendía para volver a elevarse. El hombre a duras penas podía controlar el
rumbo. Luchaba como un jabato con las fuerzas que le restaban. Sin embargo
batallar contra los elementos no suele dar los resultados esperados. No habría
avanzado más de cincuenta metros cuando el pequeño bote comenzó a hundirse.
Entonces
de entre las aguas insurgentes emergieron sus queridas Amelie y Carol.
Hinchadas y descompuestas, entonando extraños cánticos mientras sus cuerpos
desnudos emanaban halos de colores degradados y olores fétidos. Ambas lo
sujetaron de los brazos, llevándoselo al fondo.
Fidel
se hundía como si cargase un ancla en cada pie. Luchaba contra la gravedad pero
también contra las estampas de otro mundo. ¿Dónde quedaba el aire? Esa última
bocanada antes de cerrar los ojos ¿dónde quedaba? ¿Dónde? Rodeado de oscuridad
y penumbra los sonidos tornaban ecos cercanos, reproducidos a cámara lenta,
cíclicamente…
Otro
relámpago talló la bóveda celeste, de este a oeste y con él, batido en singular
duelo, el viento. Habíase emperrado en empujar los árboles fuera de sitio sin
embargo una defensa numantina los mantenía clavados a tierra. El lago se
agitaba violentamente, bañado por el intempestivo aguacero…
¡Otro
relámpago! Resonó aún más violento que el anterior y en esas Fidel se deshizo
de las anclas, de la lobreguez y del ahogamiento. Y por más inaudito que
parezca atravesó la techumbre y cada una de las plantas de la casona familiar.
Cada tronco, cada tablón y cada puntal habíase convertido en agua pura y
transparente. Se estrelló ferozmente contra el suelo de la planta baja. Tras él
cayó el bote y no le aplastó la cabeza por cuestión de centímetros. Empírica y
cartesianamente la vivienda volvió a solidificarse, ni rastro del agua. Como
resultado del impacto Fidel permanecía aturdido en el piso, con una pierna rota
y varias costillas fracturadas.
Resolló,
gritando de dolor, finos hilos de saliva le colgaban del mentón. Sin dejar de
mentar madres pretendió moverse, saltándole las lágrimas ante el esfuerzo. Como
pudo se dio la vuelta para ponerse boca arriba. A su vera la pequeña barca partida
en dos por la quilla. De entre los restos salieron las dos mujeres de su vida
¡qué aterradora visión! Sus cuencas conservaban los huesos orbitales y nada
más. Expulsaban agua como si alguien hubiese dejado dos grifos abiertos. De sus
oídos, nariz y boca también salía el líquido elemento pero de forma más
contenida. Cuando la carne y la piel de sus caras comenzaron a desprenderse
todas las ventanas de la residencia saltaron por los aires. A través de las
oquedades entró más agua, a mansalva. Ésta inundó el interior rápidamente. La casona,
altiva y orgullosa, yacía sumergida hasta la chimenea del tejado. Consecuentemente
la noche se saturó de bruña.
Y ahí
comenzó la leyenda negra. La propiedad aunque sigue en pie (a duras penas) no ha
sido adquirida por nadie. Testimonios ocasionales y de paso afirman haber visto
tras las ventanas a dos mujeres y un hombre, acompañados los tres por un perro
pastor alemán.
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