10 intentos para acabar con mi esposa
Después de casi veintidós años he decidido divorciarme de mi mujer. Pero nada de divorcio al uso. He tomado la firme decisión de acabar con ella por la vía del asesinato premeditado. Aquí dejo por escrito diez intentos por acercarla al Creador. Tal vez en un futuro me sirva para no cometer los mismos errores. Comencemos.
Primer intento: Caída accidental de maceta.
No
estaba muy ducho en esto de asesinar y menos a la peinabombillas de mi parienta
así que comencé con un clásico: la maceta que “accidentalmente” cae desde las
alturas.
—Calvo barrigón bajo a comprar mi revista de
cabecera —me espeta la foca de mi señora con voz de pito atragantado—. ¡Ah! Mamarracho,
no te olvides de regar los geranios y en lo que llego pasa la aspiradora…
—Sí, mi lucero, no te preocupes que regaré tus
plantitas y pasaré la aspiradora por cada esquina y por cada rincón…
La pelazarzas de mi esposa es fea, sí, muchísimo.
Tan fea que cuando se acuesta los monstruos se asoman para ver si está dormida.
Dejando las bromas a un lado como cada jueves bajó al quiosco a comprar su
revista de cotilleos favorita. Siempre que lo hace se detiene a hablar con doña
Eulogia, la vendedora de cupones que tiene su modesto puesto en la calle.
Mi plan no podía fallar. Yo ya había tomado
posiciones en la terraza. Plantado como un manzano agarraba la maceta (geranios)
con cierto nerviosismo pero totalmente decidido a llegar al final. Mediante el
uso de fórmulas avanzadas de trigonometría, complejos diseños 3D, energía
oscura reabsorbida y reentrada espacial calcularía, sin margen de error, en qué
momento soltar el tiesto.
¡Bien machote! Vamos allá. Extiendo los brazos
y voilá, dejo caer la maceta. ¡Qué despiste! Un triste accidente, por desgracia
el mundo está lleno de ellos. Adiós querida mía, no veré más tu bigote de cerdas
metálicas ni tus patillas de bandolero andaluz. Me meto para adentro y, frotando
las manos, espero acontecimientos…
Llegan gritos desde la distancia. Ha debido
ser una muerte rápida y al mismo tiempo traumático para quienes hayan tenido la
mala suerte de presenciarlo. Dejo pasar unos segundos antes de asomarme y entonces…
¡Maldita mi suerte! No necesitaba ser un lumbreras para desgranar lo sucedido. Una rata asquerosa había emergido de algún sumidero o de algún callejón de mala muerte, corriendo por la acera como Pedro por su casa. Debió asustar a mi esposa, ésta tuvo que ser la de los berridos de castrón en celo que escuché.
Pero puedo sacar más punta al lápiz,
desmenuzando los hechos hasta el último dato. Quizás entrase en pánico al imaginarse
al roedor subiéndole por las piernas. A saber qué podría hacer la rata
pululando a sus anchas por la cueva de los horrores. Pero ese pensar tan
perturbador debió proporcionarle arrojos…
Echándose hacia atrás de forma poco elegante
pero efectiva se libró tanto del bicho como de la zona mortal de impacto. La física
nunca falla, la maceta en caída libre no podía corregir la dirección que llevaba,
golpeando a la rata y espachurrándola como a una cucaracha. Un par de geranios
quedaron allí, a modo de improvisadas flores para la tumba del roedor
desconocido.
Segundo intento: Un clásico: secador a la
bañera.
—Cabestro caraflema ¿te importaría no hacer
tanto ruido? —Rumia mi morsa desde la bañera.
—Lo siento pastelito mío, estoy pintando mis
soldaditos de plomo y se me ha ido al suelo el sargento de artillería.
—A tu edad y con boberías de chico —espeta la muy
ignorante. ¡Qué sabrá ella de coleccionismo!
Ni soldaditos ni hostias; tengo el secador del
pelo (del suyo porque el mío hace años que ni se le ve ni se le espera) en la
mano y el interruptor diferencial deshabilitado (está mal que lo diga pero soy
un manitas para las pequeñas chapucillas del hogar).
La repugnante de mi esposa está sumergida en
la bañera. No hay rincón allí dentro que no esté ocupado por alguna vela
aromática. Madre mía que cuadro, parece un cachalote que se ha comido a otro
cachalote.
Tiene el cabezón echado para atrás, reposando
sobre una pequeña toalla plegada. Se ha puesto dos rodajas de kiwi en los ojos
y una crema apestosa en la cara ¿para qué? Le salen las ubres fuera del agua… con
esos dos globos reflotaban el Titanic. Menos mal que el resto de su cuerpo queda
sumergido y no puedo verlo…
Voy hacia la pared y ¡¡ea!! Enchufo el secador
con la discreción de una madame encamada con el señor ministro, casado y con
cuatro hijos. La miro, ella no se entera, está en el Nirvana de la espuma y apuesto
que soñando ser encalomada por uno o varios de esos actores pipiolos que tanto
le gustan. ¡Pobre ilusa!...
Me alejo un poquito, un par de pasos nada más.
Tropiezo con una pantufla rosa y resbalo con una cáscara de naranja ¿qué
diantres hace ahí? A pesar de mi cuerpoescombro he nacido con reflejos de puma y me recompongo sin ser descubierto. Viéndola por última vez la boca me adquiere
regusto a cebolla quemada ¡qué curioso! ¡Allá va! Tiro el secador a la bañera y
salgo de allí con presteza de gacela joven…
Tengo mal pálpito así que me asomo a la
terraza y voilá. No había luz en ninguno de los pisos del edificio de enfrente,
evidentemente aquí tampoco. ¿Apagón general? ¿Obras? ¡Tócate las narices!
—Carlos, gañan ¿me puedes explicar qué hace aquí
el secador? —Pregunta tras haber retirado las rodajas de kiwi de los ojos. Metida
en el agua da la impresión de estar en su estado natural. Una sirena emparentada
con las ballenas…
—Esto… esto… pues cielo no sé. Es curioso
¿verdad? Se habrá caído del estante o tal vez fuese Amadeus (el gato). Lo
importante es que no ha pasado nada, galletita mía. Se ha ido la luz en el
barrio, de no ser así habrías muerto electrocutada.
(Increíble
mi mala suerte. Tan pésima que si me tirase al vacío resultaría estar lleno).
Tercer intento: Envenenamiento.
Dicen que suele ser lo más socorrido cuando el
crimen es perpetrado por mujeres. Mucho más refinadas (normalmente) no
necesitan derramar sangre, ni ensañarse con su víctima cosa que suele suceder
cuando es un varón quien comete el delito.
Estamos terminando de cenar. Estaba más lleno
que el metro de Tokio en hora punta. Claro, así tengo este barrigón de nueve
meses. En fin, a lo que voy que me disperso. Noté a mi señora con ganas de
mambo (ya me entendéis) lo cual para mí era más incomodidad que placer. Imaginaros
a vosotros mismos haciendo guarrerías sexuales con un hipopótamo… pues eso.
La mentada cena vino acompañada de vino gran
reserva (también ya eran ganas de gastar a lo despreocupado). Sin embargo no
estaba mal traído pues podría considerarse como una fina y elegante forma de
despedirla de este mundo.
Previsor como soy había pasado el día maquinando
el método. Ya sabéis, depurando cada detalle, sopesando pros y contras. Como
parte del plan había comprado un delicioso pastel de chocolate al que a
posteriori añadí cierto elemento fundamental ¡cianuro! No hay nada mejor para
potenciar el sabor. Mi contrayente muere por el dulce (así está) y en esta ocasión
sería de forma literal. ¡Qué mente privilegiada la mía!...
—Vaya pelado mío, te has superado e incluso me
has sorprendido un poquito.
(La
frase la acompaña con el típico gesto de cerrar dos dedos de la mano).
—Pero dime Carlos ¿lo has hecho tú o lo has
comprado? Pregunta la inquisidora sin dejar de reajustar la goma de la braga.
—Bueno cerecita, eso no importa porque lo crucial es el detalle. (Hostias, es más lista que el
hambre) Pero prueba, prueba un pedacito ¿pedacito he dicho? No, de pedacito nada
¡Un buen trozo!
—¿Y tú? ¿No quieres degustarlo? —Añadió echando
hacia adelante el escote. Se la veía aún con ganas de guerra marital...
—No tesorito mío de los Andes, yo me alimento viéndote
comer… (Asqueroso mentiroso, si estás a punto de enviarla al otro barrio).
—Semental castrado, es para ti.
Nos quedamos ambos de pie; ella escuchando y
yo platicando con un redomado imbécil emperrado en colocarme un seguro de
decesos. Tras mandarlo a la mierda regresamos a la mesa…
El grito que pegó mi mujer salió, sin exagerar,
del sistema solar. Os cuento; el gato estaba con la patita más estirada que la
pierna de madera de un pirata. Su boca rezumaba espuma y restos de migajas del
pastel se apilaban entre los dientes…
—Pero… Dios mío ¿qué le ha pasado a mi Amadeus?
—Preguntó con cara desencajada y estómago encogido.
—Esto… esto… pues no sabría decirte. Es horrible, espantoso, dramático. Estoy tan anonadado como tú. ¿Habrá
sido un infarto? Yo diría que sí, tiene pinta de haber sido cosa del corazón.
No debió sufrir (anda que no).
Mi mujer lloró como una Macarena, impotente
ante desgracia de semejante calado. Yo me compadecí del metiche de Amadeus,
cagándome una y mil veces en la madre que parió (que no tenía culpa) al del
seguro de decesos…
Terminé enterrando al gato en el descampado,
con honores de caído en combate. Con él fueron la botellita de cianuro y el resto
del pastel. Evidentemente debía deshacerme de cualquier evidencia que me
relacionara con este nuevo y estrepitoso fracaso...
Cuarto intento: Crucero por el mediterráneo.
Empujón y al agua.
Bueno, bueno, bueno. Nada como un buen crucero
para quitarse el estrés. La foca-morsa de mi consorte quedó encantada cuando se
lo propuse (sobre todo al correr este menda con los gastos). Mi estrategia
asesina iba más allá de llorar por los dineros gastados pues no se trataba de
un crucero como tal sino de la excusa idónea para deshacerme de ella. Perfectamente
planeado hasta el último detalle, nada podía torcerse ¡nada!
A la caracaballo de mi media naranja le encantaba
acercarse a babor o estribor y pasar largos intervalos contemplando la
infinidad del mar (como si tuviese algo que ver más allá de plásticos
formando islas).
Usando agilidad de ardilla y sigilo del
leopardo de las nieves me colocaría detrás de ella y entonces ¡zas! De enérgico
empujón la enviaría directa a las aguas. Ella hasta podría pasar por el nuevo Moisés pero con más tetas,
culo y patillas. Sin embargo esta reflexión no se sostiene porque
¿qué cesta soportaría tal tonelaje? En fin, céntrate Carlos. Una vez en el mar ¿quién
escucharía sus gritos desesperados? Yo desde luego no pues según para qué cosas
tengo mal oído…
Prácticamente
no había personal a la vista salvo unos niños tocando los huevos a sus padres y
un puñado de alemanes descansando en las tumbonas dispuestas a lo largo de la piscina.
El agua sospechosamente lucía amarillenta ¡asquito más grande!
Una larga hilera de plantas trepadoras me servirían
de parapeto. Ni los dioses más recelosos podrían evitar la tragedia que estaba a
punto de desatarse. Me acerqué a ella por la retaguardia, usando para ello mi loable
sigilo de leopardo de las nieves. ¡Qué ganas le tenía! Digo a ella, no al
leopardo.
Como ave de rapiña me aproximé sin hacer ruido.
Sin darme a descubrir, tal cual una pitón encaramada al árbol esperando por
algún desafortunado que pasase por debajo. Por fin detrás ¡joder que
espalda más ancha, si parece Rambo! Y vaya culo, me recuerda a un elefante de
seis toneladas. Acerco mis manos injuriosas, asiento firmemente los pies para
no tener un resbalón inoportuno. A la de tres la tiro por la borda. Uno…dos…y…
—¡¡Carlos!! ¡Hija!! ¡Qué sorpresa! —Exclama efusivamente una voz femenina que rápidamente reconozco. La madre que me parió, esto no puede estar pasándome…
La
pelagallos de mi esposa se gira al momento. Yo ya había bajado los brazos,
haciendo como que contemplaba la grandiosidad del cielo.
—¿Cómo
harán las nubes para no caerse? —Cavilo en voz alta.
Mi esposa ni caso y con razón, anda que vaya pregunta.
Por fortuna todas las atenciones son para aquella voz femenina y su acompañante…
—¡¡Mamá!! ¡¡Papá!! Pero ¿qué hacéis aquí? —Brama
la pelagambas de mi señora.
Sí
amigos eran ¡mis jodidos suegros! Anda que no había cruceros ni días en el año como
para coincidir en el mismo viaje. ¡Maldita sea! Me pasaría el viaje entero soportando
los aires altivos de la lamecharcos de mi suegra (siempre me consideró poca
cosa para su hija) y al calzonazos de mi suegro (tan pringao como yo)…
Quinto intento: Paseo en bicicleta por el lago.
Nada mejor que un paseo en bici para
deshacerme de mi mujer de buena vez. Puede parecer una tontería pero no creáis.
Los carriles bici suelen ser polivalentes es decir, sirven tanto para
bicicletas como para peatones. Éste en concreto discurre paralelo al río. ¿La
nueva maquinación? Aprovechar el tramo de bajada en obras para propinarle buen
empujón. Con esa torpeza que la caracteriza se irían al río tanto ella como la pobre
bicicleta. Un penoso accidente por culpa de vallas mal puestas, cemento roto,
agujeros y adoquines levantados. En fin amigos ¿qué podría salir mal? Lo más
complicado convencerla para subirse a una bicicleta. Pero lo conseguí, ahora
bien no queráis saber cómo que seguiré con terrores nocturnos lo que resta de mes…
—Barrigón mío ¡qué descubrimiento! Me encanta esto
de pasear en bici ¡qué divertido! Pero también tiene su dificultad ¿sabes? Tengo
mucho miedo a caerme. Seguro que lo has hecho adrede para reírte de mí, que nos
conocemos. Por lo demás perfecto. Mira el día que hace, espléndido. Por cierto pichacorta
esta bicicleta me queda algo pequeña ¿no crees? —Me dice sin dejar de tocar el
timbre mientras lucha por avanzar dos metros en línea recta.
Pequeña,
pequeña, pequeña… dice la perroflauta de mi esposa. El problema no radica en la
bicicleta sino en sus michelines. Carnes al peso metidas en un chándal azul más
apretado que el moño de una vieja. Me pregunto lo que tardaría en partirse el
cuadro o en reventar la rueda trasera…
—Sí
cielo, a mí también me gusta mucho (mentira cochina, detesto las bicis desde
que de pequeño tirara accidentalmente al tío Venancio por un barranco,
dejándolo tonto de por vida).
La gente se dispersaba hacia las mesas del
parque mientras que otros optaban por entrar a tomar algo en la cabaña-bar. La
susodicha era famosa por su carne de búfalo y culebra tibetana frita.
¡Perfecto! Casi no hay moros en la costa. Por si las moscas pedalearemos unos
pocos metros más…
¿El plan? ¿Otra vez? Si ya os lo he dicho. Grosso modo sacar la pierna y dar un fuerte golpe a la bici de mi mujer. Por descontado todo será culpa del mal estado del carril bici. Fruto del impacto perderá el control y fruto de la inercia irá directa al río ¡cuidado truchas que ahí va la mega-piraña! Comenzará a chapotear intentando ponerse a flote mas finalmente la gravedad vencerá; siempre lo hace. Yo, valiente marido apenado, me tiraré a rescatarla pero ojito tomándomelo con calma, nada de prisas no vaya a ser que consigan reanimarla. Pero una cosa es lo planeado y otra el cómo se despliegan las vicisitudes del destino.
Me regala una penetrante mirada torva y yo,
cortésmente, le echo la lengua (la sargento michelines y el tontolculo que les
escribe, dos pies para el mismo banco). En ese impás de boberías adolescentes aprovecho
para sacar la pata, estirándola como a una sábana bajera.
Sin embargo medio segundo antes mi mujer frena
en seco por una jodida lagartija a la que no quiere pasarle por encima. La bici
se queda clavada allí mismo y mi pie alargado, pasándose de frenada, impacta de
lleno en el careto de un gran danés que pasaba justo en ese instante. Su dueño
viene con la correa en la mano, sin aliento. Parece ser que el can se le ha
escapado ¡qué bien todo!…
—Sí, no hay problema señor. Qué perrito más
bonito el suyo –contesta mi señora mientras el animal roe mi gemelo buscando
quizás la sustancia del hueso.
Claro que no hay problema. Intento usar la propia
bicicleta a modo de parapeto aunque sin demasiado éxito. Pronto comienza a roerme
la otra pierna…
Gracias
a Dios el propietario, un treintañero con complejo (pene pequeño = perro grande)
me lo quita de encima, volviéndole a echar la correa. Mi mujer no para de jactarse
de mi desgracia, es más, me llama blando, espetándome que ante lo mamarracho que
soy es normal que los animales me ataquen…
Tuve que ir al hospital a ponerme la tetánica
y de regalo veinte días con curas. Éstas me las hacía un enfermero más peludo
que Chewbacca (en un cuarto oscuro fijo volvería locas a todos). Solamente parlamentaba
de Dios y milagros asociados. Añadí a mi lista negra además de perros y
lagartijas a santurrones vestidos de blanco.
Sexto intento: Acuchillamiento por la espalda
Suena sanguinario pero necesario. La noche sería
larga. Acabábamos de cenar, bueno cenar yo, ella más acertadamente devorar. Tozuda
como una mula de tiro no le apetecía irse a dormir. Insistía en ver uno de esos
programas presentados por famosos venidos a menos que venden toda clase de mierdas.
Según rumiaba le interesaba especialmente la nueva colección de lencería. Imaginarlo
era morirse de la risa empero verlo en vivo y en directo sería morirse ¡literalmente!
Según aseguraba la presentadora estaba
especialmente diseñada para reanimar a muertos de cintura para abajo. Mi señora
me guiñaba con picaresca un ojo ¿cómo debía interpretarlo? Anda que tiene
delito pues para “acoplarnos” yo tendría que llevar mi barriga a un lado y ella
la suya al contrario. Y aún así dudo que la “nave” pudiera “entrar a puerto”…
Esta nueva maquinación pasaba por coger un cuchillo de la cocina, acercarme por la espalda y clavárselo con saña, hasta el hueso. Después tiraría algunas cosas por el suelo, desordenaría las habitaciones (no mucho para evitar trabajo a mayores); rompería objetos (básicamente las fotografías en las que salimos juntos) y para concluir dejaría entornada la puerta de casa. Ya sabéis, las tonterías típicas para fingir un intento de robo. Con mi astucia de zorro viejo este sexto intento sí, éste sería el definitivo.
Allí estaba, sentada en el sofá viendo la
televisión (madre mía se mueve menos que un espantapájaros). La chimenea
encendida y en la pequeña pantalla lo último en ejercicios pasivos. A saber; te
pones unos parches no sé dónde y mediante vibraciones de no sé qué pierdes
peso. Claramente a mi señora los ojos se le debieron poner como platos ante tal
prodigio moderno. Nena, una cosa es que el aparato de marras ayude a adelgazar
y otra que haga milagros...
Me acerco a la cocina con los guantes ya puestos. Cojo el cuchillo más grande y me regreso. Me aproximo con el sigilo de una leona escondida entre las hierbas del Kalahari y la agilidad de la jineta ibérica. Sin hacer ni el más pequeño ruido, de hecho ni escuchaba mis pasos pero sí el cuesco que se me acababa de escapar…
Me presento a su espalda dispuesto a hundirle
el cuchillo en la chepa. Probablemente la puñalada atraviese un pulmón así que
la muerte quedará asegurada. Nada puede fallar esta vez; a la sexta va la
buena…
En televisión hablan de un peluquín cien por
cien hecho a base de pelo natural. Vaya, este producto sí que podría
interesarme… ¡Deja de dispersarte Carlos! (me digo a mí mismo). Calculado al
milímetro, al por mayor y al por menor; no, no habrá nada en este mundo que me
impida, ahora sí, acabar con la meapilas de mi manceba. En realidad sí lo había
¡me cago en mi estampa!…
En los anuncios un señor delgaducho aseguraba que sus pastillas azules funcionaban hasta con los muertos ¡y tenía descuentos por
volumen de compra! A ver si no se entera mi mujer porque de lo contrario ya le
faltaría tiempo para llamar y comprar a toneladas…
Me he trastabillado por esta alfombra de mierda.
¿A quién se le ocurre comprar esta horterada? ¡A mi señora! Vaya leona del
Kalahari y vaya jineta ibérica que estoy hecho. La ley de la palanca no falla,
consecuentemente me precipito encima de mi mujer. Busco corregir la trayectoria
y lo consigo… a medias. El cuchillo queda clavado en la mesita baja, dejándome
los piños en la leñera.
—Fí… fí… fí —respondo bisbiseando sin dientes…
—Carlos ¿y ese cuchillo? ¡Ya estás con tus rarezas!
—Pues esto… verás… verás… ¡¡mira!! ¡Una araña!
Cielo, una araña grande, gorda, peluda y más fea que tu madre recién levantada.
Mírala sobre la mesa, supón que llega a picarte. Por suerte la he matado con el
cuchillo…
—¿Dónde? ¿Estás seguro? Yo no veo bicho
ninguno, ni en la mesa ni en el cuchillo...
—Vaya cielo que torpe soy, he debido fallar el
golpe. Tú no te preocupes porque… ¡mírala! ¡Mírala! ¡Es una viuda negra con más
pelos que yo en el trasero! (Que ya es decir). Allá está, bajando por la pata
de la mesa. ¡¡Quieta!! Déjame hacer a mí que esto es altamente peligroso pues su
picotazo es letal. ¿Por qué te crees que el Vietnam derrotó a las fuerzas de los
Estados Unidos? Mientras que los americanos tiraban balas a mansalva el
Vietcong lanzaba estos bichos a “puñaos”…
Su picadura haría que el cuerpo se te llenase de
sarpullidos viscosos. Horas después los ojos se te caerían de las cuencas (las
domingas no pues ya se encargó la gravedad hace años) y antes de morir pasarías
dos días con sus noches yéndote por la patilla...
De certera patada la mandé al fuego.
Evidentemente a lo único que metí la coz fue al aire. Ni araña ni hostias no
obstante me convertí en insospechado héroe de esta película. Me lo quería
agradecer con una visita a la alcoba mas pensarlo me producía retortijones así
que salí del apuro diciéndole que me quedaría a ver un partido de la siempre interesantísima
liga Birmana.
Séptimo intento: El túnel del miedo.
Lo que
me ha costado convencerla para ir al parque de atracciones y sobre todo al túnel
del miedo. Me ciño a los hechos para no irme por los Cerros de Úbeda. Los dos
en una especie de vagoneta desplazada sobre dos raíles más torcidos que una
lombriz con lumbago. En derredor todo oscuro como el ojete de un grillo. ¡Perfecto!
El bosquejo
trazado por mi prodigiosa mente es el siguiente: me he traído de casa la maza
de la carne, la misma con la que mi mujer machaca la misma para supuestamente dejarla
más tierna. Ya sabéis esas cosas de mujeres. La llevo escondida en el interior
de la chaqueta.
En el momento
adecuado la sacaré para propinarle un fuerte golpe en la cabeza. Puesto que se
trata de mi señora no tengo claro si con una buena hostia será suficiente. Ya
veremos llegado el momento. Luego me desharé del arma y pediré ayuda pues
alguien ha atacado a mi amada esposa. El mundo está lleno de gentuza ¿en qué
lugar quedamos las personas decentes?...
No veo
a nadie por delante ni tampoco por detrás ¡estupendo! La oscuridad es prominente.
Según la zona por la cual pasemos aumenta o disminuye. Destacan colores rojizos
y luces llenas de telarañas de pega que no alumbran un carajo ¡perfecto! Saco
la maza con cuidado... ¡joder! Todavía huele a carne. Mi esposa no se da cuenta,
está asustada ante lo que pueda surgir tras cada esquina. Si la niña de
la curva se le apareciese a mi señora sería tal el susto que se llevaría la mencionada niña que su famosa curva pasaría a ser recta...
—No
tengas miedo mujer, yo te protejo pues soy tu paladín (rematadamente cínico). De
cualquier modo ya no queda mucho.
Un mal
actor caracterizado para la ocasión sale rompiendo el muro de tablas podridas.
Es una copia mal hecha del de la motosierra de Texas, ya sabéis, el del careto
de cuero. Babea, ladra, vocifera y amenaza, esforzándose en que la careta no le
cubra los ojos. Da lo mejor de sí el perroflauta, acelerando una motosierra de
cartón a la que de tanto girar se le despega la cadena (de pega). La máscara se
le descoloca por momentos, dificultándole la visión. No tarda en trastabillarse
y venírsenos encima…
—¿Qué
ha pasado Carlos?
—Nada
grave pichoncita. A uno de los actores le ha debido dar un aire y se ha
desmallado. No te preocupes se repondrá que los
actores están acostumbrados a vivir al límite.
Minutos
después y previamente a salir por patas del recinto pude ver de reojo al actor
en cuestión medio grogui, subido a una ambulancia hablando con un agente de la
autoridad. Por fortuna entre la oscuridad y la confusión no pudo vernos con la
suficiente nitidez como para describirnos.
—¡Te
odio! ¡Chupacables! ¡Tiralevitas! ¡Soplaguindas! En tu vida vuelvas a traerme a
estos sitios —amenazó la pintamonas de mi mujer mientras se recolocaba el sostén.
Madre del amor hermoso, si te metes dentro de su sujetador en la vida te
encuentran…
Octavo intento: En el cine.
Esta
idea me surgió en el retrete, empujando como un cosaco (cosas del arroz blanco).
No frunzáis el ceño porque el excusado es el emplazamiento donde mejores ideas afloran.
Si no ¿dónde creéis que estaba el inventor del papel higiénico cuando le llegó
la hora de limpiarse y no tenía nada a mano?...
A la
panoli de mi mujer siempre le han gustado las películas de amor, romanticismo y
esas cosas estúpidas que vuelven a las personas aún más estúpidas. Tanto amorío
y tanta leche para en X años tirarse los trastos a la cabeza.
Venga
a litigar por el coche (para la ex), el perro (para la ex), los niños (para la
ex), la moto (para la ex), las cuentas de ahorro (para la ex) y la casa (para
la ex). ¿Qué nos queda a los hombres? Pues lo mejor, nada más y nada menos que
un doctorado en borricos…
A lo
que voy que por h o por b me vuelvo a dispersar. La sorprendí muy mucho muchísimo
al invitarla a ver una película en
cartelera titulada “Pasión en el África salvaje”. (Yo la sufriría como sufro
con mis hemorroides). Digo ¿qué pasión puede haber en un lugar que ronda los
cuarenta grados? Si estás todo el día más sudado que el sobaco de un obrero
asfaltando carreteras en julio.
Mi
mujer aceptó sin dudarlo ni por un segundo. Así que llegado ¡el domingo! Para
allá que nos fuimos, a la última sesión del día. Desde primera hora de la
mañana se había levantado algo de frío, lloviendo a ratos. Tanto lo uno como lo
otro podían ser aliados a tener en consideración. La gente no suele salir mucho
cuando el tiempo no acompaña. ¡Por fin sería un viudo alegre!...
Mientras mi señora devoraba su barrica de palomitas, disfrutando de la película yo, con la excusa de ir al baño, ausentaría mis posaderas del lugar. Evidentemente para hacer la marcha falsa. Me acercaría por la retaguardia para estrangularla con mi corbata de lunares a lo flamenca gitana. Así son los gustos de mi señora y no exagero cuando digo que incluso elige el color de los gayumbos que debo ponerme. Ya, perfecto manual del calzonazos…
Entramos levemente mojados por la lluvia. Tras
sacudirnos el agua acumulada en los hombros le compré su pertinente barrica de
palomitas y su tonel de zumo de piña. Sí amigos mi mujer no come, mi esposa
devora, tritura y engulle. Para mí no pedí nada porque tenía el estómago
achicado. Nos metimos en la sala ocho; cuatro gatos pelados medio dormidos. Vamos
lo tenía claro, cuatro imbéciles queriendo ganar puntos con sus mujeres. (Al
menos yo tenía un motivo de verdadero peso)…
Una de
las protagonistas, de nombre rimbombante, declaraba su amor a un indígena más
negro que el moco de un minero. Resulta que éste estaba amancebado con uno de la
tribu. Sí amigos, en el África salvaje parece ser que también “entienden”… Un
drama insufrible. Dudaba entre pegarme un tiro o dos, para asegurar.
Yendo a lo sustancial puse en marcha la
segunda parte de mi infalible plan…
—Cariño, me ha venido un apretón, voy al baño
—ni caso me hace, sigue llorando por el desamor de la otra y el mono muerto…
Camino
para que me vea hacerlo empero en nada estoy a su espalda ¡joder, a pesar de la
oscuridad su silueta se prolonga como la carpa del circo de los horrores! No te
disperses Carlos, tú a lo tuyo. Saco la corbata, con ella estrangularé a la
peinaovejas de mi parienta...
En
pantalla el protagonista masculino, guapo y cachas (mi doble), luchaba a muerte con
un león entrado en años mientras su chica gritaba horrorizada. No por lo crudo
de la escena, sino por un mandril encaramado a un árbol más torcido que la
torre de Pisa. El primate no paraba de enseñarle el culo pelado, agitándolo de lado
a lado como si fuese un balancín...
Pero ¿qué
clase de película hemos venido a ver? Sigo apretando reciamente. Mi esposa se
revuelve como una gata salvaje empero cualquier esfuerzo estará abocado al
fracaso. Debe estar medio muerta, a punto de encontrarse con el Sumo Creador ¡perfecto!
Pero entonces…
—Tú,
bebecharcos ¿qué haces ahí de pie como un "atontao"? —Preguntó mi esposa
sin alzar en exceso la voz. Me quedé descompuesto y, sin querer resultar sincero
de más, creo que hasta me cagué encima. A cuadros, igualito a cuando ves una
pintura modernista e intentas darle algún sentido. Giré la cabeza y vi a mi
mujer dos asientos más a la izquierda. ¿Pero qué carajos? Bajé la mirada y la
realidad se desplegó con crudeza… ¡me había equivocado de persona! Rápidamente
dejé de apretar, saqué la corbata y la escondí en el bolsillo. Le tomé el pulso,
aún estaba viva, menos mal. Me escurrí hacia el asiento contiguo al de mi mujer…
—Justo
venía del baño y esa señora de ahí me ha preguntado si sabía a cuánto estaban
los tomates en la frutería de la esquina. ¿Cómo iba a saberlo? Le dije que no
tenía ni idea. Allá la dejé con sus cosas, diría que ha optado por echarse una
cabezadita…
—Carlos ¿a qué hueles? —Me preguntó retóricamente.
(A nubes
en primavera no te jode) —Mejor no preguntes mi vida. Algo ha debido sentarme
mal.
Maldita sea. Entre la penumbra; la película
de las narices y la tensión del momento había vuelto a meter la pata. Nada, nada, lo mejor salir de allí
sin esperar al término de aquella bazofia pero debía convencer a mi
parienta con argucias y rápido, antes de que la otra volviese en sí y terminase la sala llena de policías. ¡Puaf! Menuda peste que iba dejando...
Noveno intento: Visitando el zoológico.
Domingo por la mañana. La morsa bigotuda de mi
mujer y éste que les habla llegaban al zoológico. Sinceramente no me atrae lo más
mínimo mirar bichos que debieran estar sueltos en su medio natural.
La
noche del sábado había dado infinitas vueltas en la cama y a mi cabeza (en ese
orden, creo). Podría ser un buen lugar para poner punto y final a la vida de mi esposa.
Es más, hasta visualizaba el lugar concreto: el foso de los cocodrilos del Nilo.
Sí amigos, ya los faraones los usaban como aterradora arma de guerra. Los
cargaban entre varios esclavos en enormes catapultas y cuando el enemigo estaba
a tiro aflojaban cuerdas. Para allá que volaban esos grandes reptiles; con
las fauces bien abiertas y el estómago bien vacío…
Dos jirafas
robándole la comida a unos conejillos de indias; una cebra coceando al veterinario,
dos tigres devorando no sé cuántos kilos de carne arrojados desde una trampilla,
un elefante escupiendo agua al público y dos leones desdentados a los que un trabajador
masticaba la comida... todo muy lúdico.
Pero mi
mujer quedó estupefacta ante la jaula de los loros jíbaros del Amazonas. Tenían
tantos colores en sus plumas que dolía verlos. No sé mi mujer pero yo los notaba especialmente alborotados. Mi señora se acercó a ellos (seguro que entre loro y cotorra se entienden)…
—Hola
bonitos, mirad que lindos sois. Ojala el patán de mi esposo fuese tan sólo la
mitad de guapo —les decía como si pudiesen entenderla.
(Feo, dice ella que es más fea que cagar “pa”
dentro).
—¡Cállate
gorda!… ¡Gorda más que gorda! —Garrea uno de los emplumados en perfecto
castellano.
—¡Carlos!
¿Lo has escuchado? ¿Has escuchado lo que me ha dicho?...
—Desde
luego amor mío estos pajarracos son de lo que no hay. Espera que le voy a dar
lo suyo…
—Tú
que vas a dar ¡calzonazos! ¡Pito “pa” dentro! ¿Adónde vas con barrigón de burro
preñado y esa calva franciscana por la que resbalan las moscas, pasándose de
frenada? —Me espeta el muy sinvergüenza, agitando las alas al tiempo que levanta
una pata como queriendo hacerme una peineta.
Observo
para un lado y para el otro. Cojo al animal del gaznate y le meto contra los
barrotes, dejándolo grogui perdido...
Pasando
por alto este desafortunado incidente acabábamos de llegar al foso de los cocodrilos
del Nilo. Bien.
Aprovecharía
la multitud para propinar un tirón a mi señora, mandándola de cabeza al
infierno. En cuestión de minutos la despedazarían igual que una legión de
pirañas a un diplodocus dándose un baño en sus aguas.
—¡Qué
pasada Carlos! No pensé que fuesen tan grandes.
—Yo tampoco.
Debe ser que de cerca las cosas adquieren diferente perspectiva. ¿Quieres
acercarte un poco más? Así los verás mejor...
Así lo
hizo, se inclinó sobre el muro. La alambrada estaba rota, un cartel alertaba
del peligro: “Mantener distancia de seguridad hasta reparación de vallado”. Miré
en derredor, más gente que en la cola del paro. Ocasión propicia para arrearle ese
empujoncito de nada. De tanta muchedumbre ¿quién se percataría? ¿Verdad? Vuelvo
a mirar. Alargo los brazos, apoyo las palmas de mis manos en su espalda y…
Los
viejos están dentro de las fauces de aquellos pesos pesados de la naturaleza
¡qué horripilación! Vuelan dentaduras postizas, ropa de pana, placas de titanio,
un DIU, dos prótesis de cadera y un peluquín…
—¡¡Quita
maldito pájaro!! ¡Mira lo que ha sucedido por tu culpa!
—¡Calzonazos!
¿Qué querías hacer con la vaca-burra de tu mujer? —Garrea entre picotazo y
picotazo—. ¡Calzonazos! Sois tal para cual ¡calzonazos! ¡Bragas que eres un bragas!
—Todo esto en lenguaje castellano aderezado con violencia callejera. Tenía la
calva más roja que la corbata de un comunista.
Los
trabajadores del zoológico finalmente lograron quitarme el ave de encima.
Dijeron no haber visto jamás semejante reacción en ese tipo de pájaros,
pacíficos por regla general. ¿Cómo había salido de la jaula? Misterios de la naturaleza.
Nos volvimos para casa y nunca más regresaríamos al zoológico. Mi plan se había
ido a la mierda… otra vez.
Décimo intento: Sicario de poca monta.
Llega
un momento en el cual lo mejor es dejar ciertos asuntos en manos de profesionales.
Si lo anterior había fallado ¿por qué no contratar los servicios de un sicario?
Alguien desconocido que hiciese el trabajo sucio por mí.
En una
nave abandonada, ubicada a las afueras de la ciudad, hablé con un tal Aquilino
aunque en realidad podría llamarse perico de los palotes. No hubo demasiados
preámbulos ni demasiadas cortesías.
La
mitad del pago por adelantado y el resto
a la conclusión del trabajo. El plan por mí mismo trazado tenía su epicentro y desenvolvimiento en
el parque. Por supuesto la parte más latosa convencer a mi señora de salir
a pasear empero si logré hacerla subir a una bicicleta esto, en comparación, "chupao". Lo
primordial era una cosa: hacer pasar el asesinato por un vulgar robo con
trágico final.
El pocasluces
de Aquilino no tenía más que apuñalarla ofreciese resistencia al atraco o no.
Vamos dejarla lo que viene siendo muerta muy muerta. Una vez mi parienta pasase
a mejor vida esperaría un tiempo para que Aquilino se largase bien lejos. Más
tarde efectuaría una llamada a emergencias poniendo mi mejor voz de dramaturgo
y mis mejores lágrimas de cocodrilo.
Paseando
por el parque con la insufrible de mi manceba agarrados de la mano como si
tuviésemos quince años. Le costaba caminar (aunque lo disimulaba bastante
bien). Solamente tocaba aguardar por el malnacido de turno que pondría punto y
final a nuestro matrimonio…
—¡Oh!
Cielo que día tan espléndido ¿no crees? —Me pregunta sin apear la vista del
cielo—. Cuanto me alegra que hayas insistido en venir. Hasta te encuentro menos
adefesio de lo normal…
—Sí
almendrita mía, es tan bonito que dan ganas de creer que Dios existe —le
contesto con guasa, sin quitar mis ojos del escote de una cuarentona que pasaba
corriendo…
—Tú
siempre igual, tomándotelo todo a pitorreo. ¡Y deja de mirarle las tetas a esa
pelandrusca!
—Por
cierto ¿has cerrado la casa antes de salir?
—¿Otra
vez? Cerrada a cal y canto.
(Más cerrada que las piernas de una mojigata
en una bacanal).
—¿Y
has sacado la basura? Mira que después hay malos olores.
(Tus
pedos sí que huelen mal)
—Sí
cielo. Las bolsas están en el contenedor, perfectamente reciclado hasta el
último plástico y la última botella.
—¡Progresas
adecuadamente! Y el gas ¿lo has cerrado?
—Sí mi
vida, también he cerrado el gas.
(Lo que te cerraba yo a ti era la boca con el
mocho de la fregona).
—¿Y la
televisión? ¿La has apagado? Mira que eres mucho de dejarla a lo tonto
encendida…
—Sí mi
colibrí, la he apagado.
—Y ¿has
comprado aceite? Se me ha olvidado cuando bajé ayer a la tienda y sin él no
puedo freírte esas empanadillas que tanto te gustan.
—Por
supuesto mi tesoro pirata. Una garrafa de cinco litros para que no sea por aceite.
—¿Y
has colocado la ropa en el tendedero? Mira que si la dejas de cualquier manera luego
huele mal…
—Sí mi
querido alfajor navideño, la ropa perfectamente colgada, lista para revista.
(Tu aliento sí que huele a alcantarilla y no
me quejo)
—¿Y
has limpiado el horno de la cocina? Ojo que después se van quedado pegotes y al
final cuesta mucho más dejarlo impoluto.
—También lo dejé hecho y ¡quieres parar ya!
¿Hemos venido a disfrutar del paseo o a que me estés repasando la lista de
tareas?
De
repente mi mujer se queda con la palabra en la boca, poniéndose en alerta como un
perro guardián al que quieren usurpar su territorio. Poco me faltó para darle
un morreo al desgraciado de Aquilino…
—¡Vosotros!
Aligerad bolsillos —se le bajan los pantalones hasta los tobillos. Rápidamente se
los sube, apretando más el cordel que hace funciones de cinturón—. ¿Qué miráis?
¡Qué estoy “mu” loco! Vamos, rapidito y sin tonterías, aflojad la pasta —grita
Aquilino con serias dificultades para mantener el equilibrio. El muy anormal está
borracho como una cuba.
—¡Cariño!
Es un atracador de esos que atracan y lleva un cuchillo en la mano —berrea mi
mujer como si yo no tuviese ojos en la cara para verlo.
—Ya lo
sé pero técnicamente no es un cuchillo sino una navaja. Es mejor no resistirse.
—¿A
qué esperáis? ¡Qué estoy “mu” loco! Darme el dinero “u” “sus” rajo las entrañas.
Se
acerca a mi mujer con el brazo en ristre, tambaleándose. Vuelve a tropezar y se
cae, dejándose algunos dientes en el piso. Se incorpora a trompicones.
—¡Quietos los dos! ¡No intentéis nada que
estoy “mu” loco! —Grita amenazando sin demasiada credibilidad. (Loco no sé pero
gilipollas un rato).
Afortunadamente
mi mujer está tan bloqueada que no reacciona. El reflejo de la silueta del
papanatas de Aquilino se marca en la hoja. La tragedia parece inevitable. De
esta vez sí me voy a librar de ella ¡Dios existe!…
—¡Apártense
que voy cuesta abajo sin frenos! —Grita impotente el taxista, un señor de
mediana edad con cara de cura y ojos de pato.
No sé
como demonios hizo pero mi mujer fue la primera en echarse a un lado. La adrenalina
o el instinto de supervivencia convirtieran su media tonelada en el peso equivalente
a dos plumas de faisán. La sigo, tirándome al otro lado, más que nada para no ser
el tonto de la película que muere el primero. Tonto no creo pero listo de más
tampoco porque terminé con la cara metida en una cagada de perro que más bien
parecía (dadas sus proporciones) boñiga de vaca.
Allá venía
el coche sin frenos con el señor taxista dentro, alertando a los presentes para
que saliesen de su trayectoria.
Se
llevó por delante a dos canes que se estaban oliendo el culo mutuamente; a una
corredora que no corrió lo suficiente y al zampalimosnas del Aquilino. Su navaja
salió por los aires, clavándoseme en el pie tras varias piruetas y tirabuzones.
El vehículo
chocó frontalmente contra la farola más tocha del paseo. A consecuencia del violento
impacto el ocupante salió disparado tal cual fuese una bola de cañón. Dio con
sus huesos en una barca de remos bogada por dos monjas que susurraban por lo
bajini cómo sería intimar con un varón...
Peor
suerte corrió el soplagaitas del Aquilino. Habíase quedado enganchado entre la
defensa y el capó. Dada la melopea que cargaba entre pecho y espalda no debió percatarse
de la visita de la flaca y de verla sería por cuadriplicado. ¡Un inútil menos! Algunos
días después leí en la prensa que cuando lo sacaron de entre los hierros era
más acordeón que persona…
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