Mátame otra vez

 

Aquel vehículo rasgaba la noche con sus potentes faros, prolongando la línea de luces por docenas de metros repletos de flora y fauna. La carretera que llevaba al denostado complejo industrial cobraba vida con cada haz de luz dejado sobre ella.

Finalmente detuvo la marcha en la perpendicular del muro de hormigón. Ante la tartamudez de la noche el motor roncaba cuan martillo percutor. No tardó en bajarse un hombre corpulento y marcada cojera.

Fue al maletero porque allí se hallaba su trofeo, otro más para la colección. Continuos golpes quebraban la monotonía de la madrugada. En el interior el peor de los escenarios: una mujer amordazada, asustada y abandonada a su suerte.

 

            Al ver aquella inquietante y fornida sombra, de pie frente a ella, intentó gritar con todas sus fuerzas. Sin embargo la tira de cinta americana echaba por tierra cualquier intento. Los ojos de la dama doliente volcaban lágrimas sin azúcar prendidas en rigoroso quebranto. Y en tan desgarrado panorama aquel par de pupilas, horrorizadas, intentaban escudriñar a través de la penumbra.

Esta figura fantasmal salida del más tétrico averno podría eclipsar a los dioses de la guerra y a los dioses de la muerte. Sin ningún tipo de delicadeza la jaló de los cabellos, sacándola violentamente para, como si nada, echársela a la chepa. Con las luces del coche a su espalda se forjaban bultos de sombras que semejaban empujar por él, echándole una mano para minimizar los inconvenientes de su cojera.

 

            Tiró hacia una de las naves anexas ubicada al fondo del complejo. Allá otra luz se intensificaba por momentos. Luz que él mismo dejara encendida con antelación. La chica luchaba incansablemente, refunfuñando y arreando patadas que batían contra el aire fresco de la noche.

Sin miramientos la sentó en una silla de hierro oxidada. Habíala dispuesto en el centro de la nave. Sobre algunas tablas mal amañadas el quinqué. Ese cuya luz se observaba desde el exterior. Iluminaba con solvencia el espacio dispuesto entre aquellas cuatro paredes saturadas de orines y excrementos. Sin público, sin aplausos y sin más tragedia que la proporcionada por terceros y ella era esa tercera…

 

            Era hombre forzudo y nada cabal, sin la cantidad mínima de neuronas ni conciencia como para ser considerado ser humano. Corpulento, larga cabellera cubriéndole parte del rostro envejecido prematuramente. Su careto destacaba por una enorme cicatriz que partiendo de la ceja derecha zigzagueaba hasta incrustarse en el mentón. Pasamontañas negro de lana, botas y ropa de abrigo sucia. Ajustado a la cintura un roído cinturón. Afanado en sus quehaceres nada parecía perturbarlo.

Cogió un trozo de cable para atarla a la silla. Los amagos de alaridos por parte de la fémina no podrían ser escuchados ni teniendo la mordaza retirada y él lo sabía. Aquel lugar quedaba en mitad de la nada. Respirar por la boca se le hacía imposible pero hacerlo por las fosas nasales requería de esfuerzos titánicos ante las constantes secreciones acuosas. En un santiamén quedó presa en el mentado asiento, formando parte de su estructura.

 

            Su partener apenas articulaba vocablo. Indiferente al pánico de la joven e indiferente al cosmos que lo circuncidaba. Tal vez en su mente maniática solamente hallaba consuelo en el sufrimiento ajeno. ¿Dónde se ha visto a un demente haciendo obras de caridad?

Fue a buscar el caldero de zinc puesto boca abajo sobre una colchoneta llena de chinches. Seguidamente sacó del cinturón un enorme cuchillo de caza. Pasó un par de veces el dedo por el filo; parecía estar en perfecto estado de revista, siempre afilado y siempre dispuesto. Inhaló profundo, marcándosele aquel inquietante «tic» en su ojo derecho. Los de la joven reflejaban en primera persona cada una de las escenas mal sobrellevadas. Exponente certero del pánico incontrolable y del horror más insoportable. Como muestra aquellos estériles intentos en pos de zafarse de mil y una ataduras que amarraban su persona a una realidad indeseable.

 

            La joven combatía sin cuartel por su vida. De hecho puso tal énfasis en ello que terminó volcando la silla. El golpazo dejó en el ambiente un sonido metálico que duró lo que dura el aliento del agonizante.

Observaba como intentando comprender la infructuosa resistencia de la fémina cuyo destino ya no le pertenecía. Y mientras ella proseguía batallando con el cuerpo a ras de suelo él proseguía queriendo descifrar aquel singular comportamiento.

La incorporó con un solo brazo, sin despeinarse. Seguidamente le desabrochó un par de botones de la blusa. Aquella visión era simplemente gratificante pues la parte superior del sujetador quedaba expuesta. Ella intentaba resistirse rea en su particular vía crucis. Contemplaba meloso el nacimiento de los pechos de la joven y vaya senos, tenían un tamaño más que generoso. Sobre la tela que los cubría deslizó la punta del cuchillo, subiendo y bajando pausadamente.

 

            Forzó hasta abrir una herida que rápidamente se cubrió de sangre. De tanto chillar se le hincharon los mofletes empero por más garra que pusiera la mordaza impedía cualquier letra suelta o palabra completa. La afilada punta del cuchillo cortó el puente del sostén, liberando sus atributos. Los contempló como un barco en la bruma de alta mar. Saltó el cuchillo de un seno al otro, dejando entrever una mueca difícilmente desentrañable.

Agarró firme el mango del cuchillo y colocando la hoja bajo el pezón más cercano al arma blandida se lo cortó como si se tratase de un tumor a extirpar. La sangre corrió por el interior de la ropa y por el exterior de la piel…

Maquillaje corrido y mirada enrojecida acompasaban en sacra chifladura decenas de alaridos mudos. Entretanto la bestia perdida en sus mundos, descolgándose por el precipicio de la paranoia.

Centímetros por debajo del ombligo rasgó la blusa, cortó el botón del pantalón y la parte superior de la braga. La ensangrentada hoja buscaba profanar íntimamente a aquella joven zarandeada por la impotencia. Arqueándose de dolor se aferraba desesperadamente al utópico milagro de última hora.

           

            Quería liberar tanto las piernas como los brazos mas fueran trabados a conciencia. La sangre mancillaba la blusa extendiéndose cuan naciones imperialistas en un mapamundi. El cuchillo había hecho parada en la mejilla de la joven, incapaz de torcer la cara al tenerla sujeta del pelo. Volvió a bajar y a subir, a subir y a bajar, deslizando el acero por su piel. Al igual que antes volvió a apretar, no demasiado al principio, pero sí en justa medida para abrir cortes alargados que rápidamente se tiñeron de rojo. La muchacha pataleaba de puro padecimiento, desestabilizando la silla tras cada sacudida. Necesitaba relinchar como los caballos salvajes sin embargo su voz no era más que tonos guturales ahogados detrás de la cinta americana.

 

            Lo había visto en las noticias y leído en la prensa. Era fácil empatizar con aquellas desafortunadas protagonistas. Ahora era ella la estrella invitada y sabía que terminaría como las demás. Pero todavía no, no era momento de abrazar la perpetuidad en cambio sí de sentir el cuchillo parado en la otra mejilla, marcando de rojo senderos intransitables.

 Al terminar lo limpió cuidadosamente. Sus ojos destronados de alma admiraban aquella puesta en escena, regodeándose como si estuviese en una entrega de galardones donde él era el único premiado de la noche. Guardó el arma blanca en su sitio para ir a por el caldero de zinc.

 

 —Mi nombre es Azrael —dijo balbuceando al tiempo que dejaba el cubo a los pies de la chica.

 —Mi nombre es Azrael —repitió. Esta noche te purgaré…

 

            Ella en un arranque de inusitada ira le sostuvo la mirada empero duró apenas unos segundos. Recibió tal puñetazo en la cara que quedó semiinconsciente. Habíale partido el labio superior y hundido el pómulo.

Nada más salió de las fauces de aquella mala bestia, ni una sola palabra más. Aprovechó para palparle los senos por encima de la blusa, firmes y perfectamente dispuestos en su sitio. El «tic» en su ojo derecho se intensificó. Buscó dentro de la camisa el pezón extirpado. Lo recuperó y se lo tragó de un bocado…

A continuación le abrió las piernas tanto como permitían las ataduras, jugando con fuego por aquellos parajes prohibidos. Echó mano al cinturón para sacar una vez más el enorme cuchillo de caza. Con él cortó las ataduras que amarraban a la joven.

Aún aturdida su cuerpo se escurrió pero sin llegar a caerse. El agresor la contempló en toda su decadencia, antojándosele más bella así, con la cara reventada y la ropa rasgada.

 

            No obstante lo que siguió fue verdaderamente aterrador. Se colocó detrás de ella y sujetándola con firmeza del cabello acercó la afilada hoja a su garganta. En ese dramático instante el tiempo se detuvo. Con pulso ágil y rápido movimiento de muñeca la degolló. Tajo mortal de necesidad.

 

            Sin tiempo que perder le inclinó la cabeza hacia adelante para recoger la sangre en el caldero. A borbotones caía como cascada sobrealimentada por ríos y afluentes crecidos. Contemplaba extasiado el final de lo que para su mente desquiciada formaba parte del cierre del círculo. La mano ensangrentada agarraba el cuchillo, teñido de rojo hasta la empuñadura. Rojo intenso como aquel delicado y sensual cuerpo apagado de forma prematura.

Con el propio acero revolvía su contenido para evitar que cuajase antes de tiempo. Contra el cubo de zinc el sonido resonaba como si alguien golpease la aldaba del tártaro. Tanto lo bueno como lo malo habían terminado para aquella infeliz dama sin nombre ni apellidos. Tuviera el infortunio de estar en el lugar equivocado a la hora equivocada. Limpió el cuchillo contra el pantalón de la muerta antes de guardarlo. De seguido alzó a pulso el caldero y comenzó a beber su contenido…

La madrugada expiraba sin querer saber nada de lo acaecido. Iba siendo hora de regresar al vehículo. Tras él nada más que una horrible estampa descompuesta y compuesta por una silla metálica; un cadáver apagado prematuramente, cables enrollados, tablones polvorientos, restos de hormigón y la luz del quinqué.

 

            Sin embargo algo en la noche abordaba cuestiones mayores, cosas por encima de la vida o de la muerte. Las horas pasadas se condolían, llantos desesperanzados filtraban el plancton de la venganza. Tanto así que en el trayecto de vuelta Azrael vio a la naturaleza cortarse en dos. Desde lejanas tierras acudieron vientos infernales que de tanto soplar terminaron doblándoles el espinazo a docenas de árboles. Uno de aquellos gigantes verdes se resquebrajó. Sus breves lamentos cesaron al caer a plomo, cortándole el paso al psicópata.

El auto no quedaba lejos. De hecho desde donde estaba veía los faros prendidos y escuchaba el motor al ralentí. No había razones para preocuparse ¿o sí?

Sin poder dominar sus extremidades dejó caer el caldero, vertiendo la sangre en capas coaguladas. Tenía que resistir porque era un hombre, no un hombrecito. Pero cuanto más se resistía más le flaqueaba el físico. Poco después cayó desvanecido.

Entró por la puerta grande a los mismos mundos que él solía presentar a sus víctimas. Mundos de penumbra en los cuales la muerte guardaba turno. La ausencia de luz podría incluso haber devorado el alma mas estaba tan podrido por dentro que nada de provecho quedaba en aquella bestia inhumana. Para cuando volvió en sí estaba encerrado en un lugar oscuro y de limitado espacio…

 

            Concienzudamente amordazado ¡su cuerpo ya no era el suyo! Desde luego no aquel que conocía tan bien. Dada la negrura en derredor apenas podía verlo pero lo sabía porque cada meneo por librarse de las ataduras le confirmaba que no eran sus hercúleos músculos. En comparación aquel nuevo organismo era mucho más frágil, prácticamente inútil. Entonces cayó en la cuenta ¡¡era el cuerpo de una mujer!!

Con las dos piernas a modo de ariete golpeaba y golpeaba la dura chapa de aquella jaula que acotaba sus altos vuelos. Los aporreos quedaban amortiguados por el traqueteo del potente motor.

Enzarzado en ello alguien abrió la puerta del maletero. Apenas podía distinguir tres en un burro. Quien quiera que fuese de escuchimizado no tenía ni el adjetivo. A Azrael se le escapaba algo, sí pero ¿qué? Su única neurona no daba para más. Por lo tanto la cuestión simple al tiempo que compleja tenía su clave en saber qué diantres había pasado con su espartana persona.

El hombre grande y tosco lo sacó del cubil de malas maneras. Cargándolo a la espalda lo llevó cojeando a una ubicación familiar. Lo sentó en la silla de hierro atándolo concienzudamente. Para ello usó cable eléctrico.

 

            Sólo entonces su neurona hábil comprendió el prodigioso giro de los acontecimientos. Azrael, el psicópata, por alguna artimaña del sino quedara atrapado en el pellejo de su última víctima. Ocuparía su lugar hasta el final. Azrael, así se llamaba a pesar de verse atrapado en el cuerpo de aquella mujer. Sí, la misma a la que diera muerte minutos antes.

Pero todavía más incomprensible verse a sí mismo de pie, observándolo con un marcado «tic» en el ojo derecho. Tenía que quitarse la cinta de la boca para hablar con él, informarle de que los dos eran la misma persona. Pero no estaba de ser y no fue. Azrael comenzó a desabrocharle un par de botones de la blusa…

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