La doncella doliente

Por la posición del sol podían ser las cinco de la tarde. Era una calurosa tarde de verano en una época caduca donde la vida del pueblo llano no valía demasiado. La señorita Inés de Valdés estaba formalmente prometida con el Barón de Tierzo. Sus padres veían en el aristócrata una importante fuente de riqueza y poder. Por ello y haciendo caso omiso a los sollozos de la primogénita accedieron a su unión en matrimonio.

            Inés pasaba el día cautiva en su aposento hilando finos telares y gruesas amarguras. Odiaba a sus padres tanto como a sí misma; a ellos por entregarla como vulgar mercancía y a ella por no tener la suficiente fuerza para hacerse valer como mujer.

En repetidas ocasiones había jurado quitarse la vida antes que desposarse con alguien a quien apenas conocía y menos amaba. Ciertamente era más bravuconada que otra cosa pues sus creencias religiosas no le permitían culminar tal acto.

            Cierto día a la morada pétrea de los Valdés llegó el Barón de Tierzo con su pequeña comitiva. Con denodado orgullo exhibían estandartes al viento y majestuosamente lucían telas de colores los corceles. Entre tan noble cortejo se diluía un pequeño personaje esperpéntico. Se trataba del bufón de la corte; carente como era de talle apenas se le podía observar a través de los pesados escudos que cargaban los soldados a caballo.

Al ser informados los señores de Valdés de tan inesperada visita rápidamente dieron orden a su hija de acicalarse con la sencillez despampanante que la caracterizaba. Primero debería enjuagar sus lágrimas, luego darse un buen baño con pétalos de flores silvestres especialmente recolectadas y finalmente rociar su pálida piel con perfume a base de hierbas singulares traídas desde los confines del reino.

            Una criada servicial comunicó a doña Inés los deseos de sus padres. Una vez se hubo retirado ésta arrojó contra la puerta un pequeño frasco, inundándose la estancia de una agradable fragancia. Tres criadas más, visiblemente incomodadas, la ayudaron en el acicale. Bañaron su pálido cuerpo en la tinaja de agua y pétalos. La secaron como si fuese un bebé, la vistieron con sus mejores galas y peinaron su cabello durante largo rato.

Una vez lista ordenó la dejasen sola. Obedecieron de mala gana pues tal petición entraba en conflicto con el recelo de sus progenitores. Recostada en el lecho lloró impotente, consumida por la mezcolanza de sensaciones que embargaban su alma. Sin embargo al mismo tiempo ese llanto doliente espoleó su determinación.

Sus arrojos se activaron casi de forma automática poniéndose  a buscar la manera de hallar pronta huida.

Sus ojos se clavaron en el ventanal que tenía a poco más de quince pasos. Dos mundos opuestos; en el interior infancia y adolescencia enrejada mientras que en el exterior libertad incierta pero libertad a fin de cuentas.

Sigilosamente abrió la gran ventana. El aire cálido del exterior impactó contra su jovial rostro. Durante un segundo se cubrió los ojos con el dorso de la mano. Seguidamente observó en derredor.

Cualquiera podría echar al traste su plan de fuga antes incluso de iniciarse. Abajo hombres y mujeres correteaban de un lado a otro. Estaban tan ocupados con la ilustre visita del Barón que nadie repararía en ella.

Se encaramó torpemente para salir al alfeizar aún más torpemente. El lujoso y amplio ropaje que llevaba no ayudaba en lo más mínimo. Sus pequeños pies estaban apoyados en el delgado bordillo de piedra que recorría cincuenta metros o más. La mayoría del recorrido tiraba en recto no obstante parte del altillo pétreo sobre el que se encontraba discurría en curvas cerradas alrededor de las torres. Ciertamente entre la distancia y lo achicado del apoyo era como para pensárselo dos veces. La temeraria ruta moría a pies del ventanal del torreón norte y estaba abierto…

            Pero las dudas comenzaron a asaltarla. Habíase percatado del mal de altura, del nudo en el estómago y del molesto hormigueo de piernas. Un paso mal calculado y la caída sería mortal de necesidad.

Bajo el duro sol pronto comenzó a sentirse indispuesta. El aire cincelaba cada piedra y cada hierba mientras el calor mortificaba su delicada piel vestida con ropajes poco veraniegos. No quería mirar abajo pero algo dentro de ella le animaba a hacerlo. Y miró. Ya no estaba segura de continuar, es más, hasta tal punto se sintió avasallada por las incertezas que vaciló, pensando seriamente en abortar la huida. No tuvo más que pensar en su prometido para recibir una bofetada de realidad.

Un escalofrío le recorrió la espalda y lo sintió con la intensidad de diez latigazos. Alentada prosiguió. Poco a poco fue dejando atrás la seguridad del aposento. Y paso a paso con su cuerpo apretujado contra la pared caminó de puntillas hacia el torreón norte.

Logró alcanzar el ventanal y tras una última oteada a los alrededores entró. Sudaba como nunca lo había hecho; la ropa le asfixiaba el pecho y los calambres atacaban sus piernas.

            Esperó un tiempo prudencial. No se escuchaban voces así que bajó sigilosamente por las escaleras de caracol. Los criados aún en el caso de descubrirla no le prestarían demasiada atención pues bastante tenían con lo suyo. Y no era para menos pues debían preparar el banquete para tan honorable invitado.

Inés salió al exterior mezclándose entre herreros que golpeaban hierro, niños correteando, soldados inspeccionando sus armas y campesinos azarosos desfilando hacia las tierras bajas con los aperos en ristre. Todo discurría mejor de lo aguardado. Antes de que algún espabilado cercano a sus padres pudiese percatarse la joven ya estaba más allá de los muros del modesto castillo de los Valdés.

            Caminaba por una senda de ensueño. Multitud de hojas secas abrazaban la tierra. A ambos lados hierbajos vastos y briznas de hierba tostadas al sol. Sobre una piedra había enraizado una ajada vid que extendía el verdor de sus hojas por encima de la cabeza de la doncella. Los haces de luz se colaban a cuentagotas y según como el aire agitase el follaje generaban un espectáculo de luces y sombras digno de ser admirado.

Tras deambular sin rumbo fijo dejándose guiar por los caminos que recordaba de niña llegó a un entramado de maleza la cual ocultaba un tesoro del que había oído hablar de pequeña: la destartalada fortaleza templaria. Incluso más de una vez habíase fugado para jugar en su interior a caballeros y dragones. Evidentemente su esplendor pertenecía a otra época pero aún así conservaba cierto encanto.

Murallas descompuestas por los años permitían vislumbrar las restantes edificaciones del interior tales como torres, el torreón, la torre de homenaje o la atalaya. Un profundo foso tomado por la naturaleza rodeaba el conjunto. Amplias zonas de la parte sur del muro habían colapsado sobre el propio foso.

El sol ardiente batía en cada una de las piedras potenciando su carácter defenestrado. Allí mismo podría pasar la noche evitando con ello el peligro de los caminos. Sabía de la reputación de algunos de los mismos, frecuentados por bellacos y mujeres de dudosa condición.

El destino decidió tomarla de la mano para conducirla ante la presencia de aquella gloria rocosa venida a menos. Regresar sobre sus pasos no entraba en sus planes ni aunque cielo y estrellas amenazasen caérsele encima. Lo último que deseaba era enfrentar el enojo de sus padres y al memo de su prometido.

            Accedió al interior a través del puente levadizo que convertía la fortaleza en península. El oxidado rastrillo llevaba izado desde que tenía uso de razón. Sobre su cabeza se erguían dos barbacanas extraordinariamente conservadas.

Sin dejar de observar le vino a la memoria una frase que solía decir su padre cuando las cosas no salían a su gusto: «en las entrañas de la bestia no se está tan mal cuando lo de afuera es mucho peor».

Quizás tal afirmación hiciese referencia a los tumultuosos episodios donde cada señor feudal buscaba imponer su voluntad sobre los demás, tomando las armas y declarando guerra tras guerra. Tras semanas de enfrentamientos el rey pusiera punto y final al conflicto enviando a su propio ejército.

Ante sus ojos se mostraba el deteriorado patio de armas lleno de escombros y hierbajos entre las juntas del piso. Seis grandes arcos daban la vuelta en herradura con diferentes puntos que permitían subir al camino de ronda. Apiladas bajo uno de los arcos espadas, lanzas y escudos inservibles. En el centro de la propia platea varias carretas volteadas y lo menos una docena de barricas hechas trizas. El aire olía a podredumbre e insalubridad.

            Continuó su incursión y continuaron las remembranzas. Algunas habíanse desdibujado al abrigo de las estaciones empero otras acudían cristalinas como agua. El graznido de un cuervo la sobresaltó. Dejando atrás el patio reconoció la vieja puerta entornada que tanto la asustaba de niña. Justo cuando penetró cautelosa el cuervo volvió a graznar antes de alzar vuelo y desaparecer.

En primer término la escalera de caracol. Los pasos eran pequeños y curvos. Inés acompañó con la vista hasta donde la claridad le permitía. Sobre su cabeza colgaba un escudo heráldico espléndidamente labrado, tomado por infinidad de telarañas. Dos añejas espadas cruzadas entre sí le otorgaban aire intimidatorio. Comenzó a bajar.

La penumbra se pronunciaba en cada escalón que dejaba a su espalda. Manos y pies eran sus ojos, apegándose como ventosas tanto a la pared como al suelo.

            Giró a la derecha pues al fondo del corredor se percató de una trémula luz que parecía aguardarla intranquila. Una hermosa sala bombardeó sus pupilas peinadas en oscuridad. Le resultó extraño ver la chimenea prendida y las antorchas agitándose con cada bocanada de aire que entraba allí desde el exterior. Sin embargo no tuvo demasiado tiempo para cábalas. Una voz cálida pero apagada acarició sus oídos. Se giró, dio un respingo y después gritó asustada...

Un caballero de penetrante mirada y cabello negro como el azabache la observaba con atención. Su indumentaria templaria evidenciaba su sacra condición. Tras hacer una reverencia se disculpó por haberla soliviantado. Esbozando algo similar a una sonrisa la invitó a acompañarle a la mesa. Ambos abandonaron la sala en cuestión para acceder a otra más espaciosa.

La enorme mesa de nogal fuera dispuesta con todo tipo de manjares, ocupando la práctica totalidad del espacio central. Inés contó hasta ocho grandes candelabros de cuatro brazos. De cada uno de ellos una frágil luz dorada acurrucaba sus ojos. ¿Cómo era posible aquello? ¿Acaso estaba soñando? ¿Tal vez un embrujo?

Fuera como fuese quedó tan fascinada por el misterio que envolvía aquel lugar que simplemente se dejó llevar. La opulencia desplegada así como la dispensa en general evidenciaban lo magnífico a la par que inverosímil de aquella puesta en escena. Mientras cenaban minutos y horas transcurrían lentas para que tanto el hombre de armas como la doncella pudiesen estudiar cada gesto del otro.

            Fue el singular caballero quién rompió el hielo preguntándole a su joven e inexperta invitada que hacía por aquellos lares tan poco frecuentados y menos tratándose de alguien de la hidalguía. Inés se tomó su pausa antes de responder con la peor escusa: habíase perdido.

El templario frunció el ceño pero su rostro no reflejaba maldad ni malas intenciones sino una honda pena que parecía consumirle las entrañas.

Le espetó que era demasiado bella para mentir y él demasiado viejo para creerla. La doncella se enfadó por este último comentario. Nadie mostrara tal desfachatez a la hora de poner en duda su palabra. Sin embargo tuvo que tragarse el orgullo pues a fin de cuentas estaba en lo cierto.

Viendo incómoda a su invitada el templario se disculpó. Con rostro serio y manos temblorosas le hizo ver que él no era más que un hombre de Dios predicando con la espada. Tacto y buenas maneras no eran lo suyo. Sin apartar la vista de las pupilas de ella comenzó a contarle su historia:

 —Hace mucho tiempo conocí a una dama tan bella como vos. Los detalles no vienen al caso pero sabed que por nombre tenía Julieta. Juro por mi fe que jamás la toqué y siempre he rezado para no caer en la tentación de la carne. Poseía el destello de las estrellas y la energía vital de un ejército no obstante al mismo tiempo era tremendamente celosa y posesiva. Nunca albergué sentimiento hacia ella y así se lo hice saber desde el principio. ¡No! Solamente caballerosidad y amistad. Tal vez confundió las cosas y con ellas los sentimientos. Cierto día llegó hasta aquí otra mujer. Era de corte humilde no de condición noble como vos. Sí, ahora lo recuerdo era una de las hijas del molinero que también había equivocado el camino—. Esto último lo dijo afablemente para evitar volver a importunarla —. Julieta partiera de urgencia pues su madre estaba aquejada por un mal incurable. Recé por ella mas nada se pudo hacer así que terminé haciéndolo por la salvación de su alma y de la mía, reuniendo fuerzas para mantener firmes mis votos.

Si mi memoria no me traiciona una tarde fría y lluviosa ella regresó. Mis últimos hombres acababan de partir hacia sus hogares despojados de cualquier obligación. Sin embargo Julieta no parecía la misma y lo peor estaba por llegar. Al percatarse de  la presencia de otra mujer sus ojos se inyectaron en sangre. No atendió a razones, estaba fuera de sí y tras sacar un puñal se lo clavó en el pecho.

 —¡Es horrible! —Exclamó Inés.

 —Os he contado esto porque temo que si os quedáis pueda sucederos lo mismo. Es difícil explicar las cosas que hacemos sin querer realmente hacerlas y más difícil descifrar el alma de quién las hace. Este viejo emplazamiento está inmerso en una maldición perdida en siglos pasados y aferrada a siglos venideros. Deberíais regresar a la vera de vuestros padres y vivir la vida que para vos tengan a bien disponer…

            Inés quedó sumida en una profunda reflexión. El templario parecía saberlo todo de ella hasta el más minúsculo detalle mientras que ella poco o nada sabía de él. Finalmente tomó una decisión. Mejor arriesgarse entre las piedras de aquella morada que desposarse de por vida con un hombre al que no amaba.

 —Está bien sea como deseéis —replicó escuetamente el hombre de armas.

Al terminar de cenar accedieron a una antesala apartada de las anteriores. Lucía adornada con finísimas telas que caían a media altura desde la planta superior. Cosidos a las mismas pequeños dibujos artísticos cubriendo ambos laterales simulando mosaicos entrelazados. Pero si algo destacaba sobre lo demás, dado su gigantesco tamaño, era el estandarte del temple: «la bella enseña».

            El templario hizo hincapié en un cáliz de plata que reposaba sobre una espartana balda de madera. Este objeto parecía ser muy amado por él ya que, según afirmaba, perteneciera a la honrosa familia de los Carmeños. Inés había oído hablar de ellos y de sus increíbles hazañas defendiendo a peregrinos en tierra santa.

Aquel peculiar hombre joven, maduro y viejo a la vez representaba el más insigne arquetipo de congregación y valores en clara decadencia. Y por fin dio a conocerse.

Don José Luis de Nereida, el mismo que había luchado contra la disolución de su orden por parte de la iglesia. Y al igual que antes Inés también había escuchado en el palacete hablar a tenor de sus aventuras y peripecias. Sin embargo era imposible, de ninguna manera podía serlo. Si era quien decía ser llevaba muerto un par de siglos o más…

Hablaron hasta bien entrada la madrugada. De hecho los primeros rayos mañaneros atravesaban las ventanas abocinadas del muro exterior, lanzando sobre las ruinas del interior haces lumínicos que interactuaban con el polvillo latente.

La joven Inés nadaba en aguas peligrosas. Sufría atracón de emociones contrapuestas las cuales empujaban a la vez de ella en todas direcciones. Mas no podía ser indiferente al fuerte magnetismo de aquel hombre y si debía vivir un engaño o una falsa ilusión que así fuese…

            Le fascinaba cómo decía las cosas. Hasta del vuelo de una mariposa podría sacar poesía. Estaba hechizada por aquella sonrisa melancólica que dejaba entrever una dentadura abandonada. Cicatrices a la vista, fuertes a la par que delicadas manos, cuerpo fornido y sobre todo aquel halo de misterio que lo envolvía…

El tiempo fue pasando como pasan las aves migratorias buscando territorios más benignos. Las hojas de los árboles habíanse despegado marchitas y pronto los caminos quedarían cubiertos de nieve. Por doquier el invierno comenzaba a sustituir al extinto verano.

Los días se acortaban mientras que las noches se alargaban a paso de caballo. El viento salpicaba las añejas paredes de la capilla creando pintorescas sonoridades. Notas y acordes por veces sacros y por veces paganos…

            Transcurrieran cerca de cinco meses. Inés había dejado de luchar contra sus sentimientos, enamorándose perdidamente de don José Luis de Nereida. Sabía de su estupidez y de las consecuencias que podría acarrearle de seguir tentando a la suerte viviendo un sueño imposible. Pero el corazón tira de razones que la cabeza no entiende. Por primera vez en su vida era feliz, dueña de su destino y ama de sus decisiones.

Sin embargo padecía en sus adentros al no sentirse correspondida pues los votos del templario no podían ser violados bajo ningún pretexto.

Como cada noche se sentó a la mesa y aguardó impaciente. El aire había tornado más gélido que en días anteriores. El fuego encendido horas antes no lograba aportar calor suficiente y esto tenía su lógica. El mal estado de la fortaleza favorecía la entrada del aire del exterior con la consiguiente pérdida de calor en el interior.

Le extrañaba la tardanza del galante espadachín, el mismo con el que soñaba cada noche y el mismo que emergía en sueños cabalgando un corcel blanco trotando sobre el campo de batalla. Bravo cuan dragón y valiente como los héroes de indómito corazón.

            Todos los pensamientos se esfumaron cuando lo vio entrar. Su sombra se alargaba por el piso como si de una figura fantasmagórica se tratase. Se le veía especialmente apenado y cabizbajo ante adversidades que Inés no lograba descifrar.

Su rostro compungido parecía estar sumergido en sombras reflejando total ausencia de emociones. Su cuerpo rígido y agarrotado se resistía a soportar por más tiempo el peso del destino.

Vestía cota de malla en forma de caperuza, yelmo cerrado, espada de doble filo, túnica de tela y sobre ésta la capa blanca con la cruz roja. Se sentó abatido contemplando la inmensidad de algún lugar que solamente él veía. Aquella profunda tristeza parecía no hallar consuelo.

 —Hemos perdido la batalla de San Juan de Acre —dijo en voz alta antes de proceder a propinar un fuerte golpe sobre la mesa. Inés se sobresaltó.

 —Hemos sido acusados de herejía por Clemente V—. Llevó las manos a las sienes y apretó con fuerza.

Inés se acercó al abatido cruzado. Los dos temblaban como niños abandonados a su suerte. Ella quiso demostrarle entereza así que le ayudó a incorporarse. Enjuagó sus lágrimas y finalmente lo abrazó con ternura y sin poder o sin querer evitarlo acercó su boca a la boca de él. El caballero intentó apartarla pero ya era demasiado tarde.

Como si el fuego tomase cuerpo las llamas se alzaron grotescas inundando la saleta de haces resplandecientes calientes como hierro fundido. Las susodichas se retorcieron en espiral antes de adquirir forma de puño metálico. Lanzándose en forma de hoz, de abajo arriba, impactó como un ariete en el pecho del caballero. Éste salió volando por los aires.

            Entre las motas de polvo no consumidas por el fuego comenzó a dibujarse un rostro femenino. De a pocos tomó presencia hasta salir de las llamas. ¡Era Julieta! Y estaba dispuesta a mancharse las manos de sangre una vez más. Todo fue rápido, demasiado rápido.

Con gestos de dolor el soldado de Dios se incorporó aturdido. Tenía sangre en la boca que presto apuró a escupir. Desenvainó su espada antes incluso de buscar con la mirada a Inés. Por todas partes nada más que ruinas y hiedras subiendo por las paredes porque realmente así era desde hacia mucho tiempo.

Ningún alma caritativa prendiera la chimenea; ni una sola antorcha encendida, ni manjares, ni siquiera mesa donde colocarlos. Únicamente piedras frías como el acero que empuñaba, maderas y puntales podridos, olor a podredumbre y copos de nieve amontonándose en el piso.

Allí estaba la doncella Inés volteada sobre un costado. En su pecho la terrible imagen de un puñal clavado hasta el fondo. Con primorosa felicidad la joven exhaló su última bocanada de aire. Sus ojos se apagaron como estrellas al alba y su corazón enamorado dejó de sentir amor. Él dejó caer la espada después cayó de rodillas…

            Un espantoso grito recorrió la desvencijada fortaleza. El gélido viento dejó de soplar un instante. Pistas y caminos nevados se cerraron luctuosos.

Habían sido los meses más felices en la vida de la joven Inés. Amó sin ser correspondida pero amó de verdad. Semanas después rastreadores de la casa Valdés encontraron su cuerpo bajo un espeso manto de nieve.

Comentarios

Entradas populares de este blog

La musa de las coletas

Vacío X-23

Advenimiento -el despertar difuso-